viernes, 27 de marzo de 2009

Orgullo y fracaso

Iba un día lunes por la mañana a dejar a los chicos en el colegio y a mí mismo en el trabajo, cuando de pronto una grave voz de locutor salteño dijo por la radio. “Tenemos los mejores vinos, tenemos los mejores paisajes, tenemos los mejores no se qué otra cosa, sólo nos faltaba un banco”. Quedé absorto: ¡sólo nos faltaba un banco!
Al rato, no bien prendí la computadora en la oficina, leí en la página de inicio de un matutino local: “Con el orgullo de ser salteño”. Era el slogan de la publicidad de una línea aérea a la que todos los salteños, con o sin orgullo, tienen que pagar para que ningún avión despegue a pérdida (el aviso no tiene una fe de erratas que consigne que donde dijo “orgullo” debió decir “aporte”).
Abrí más tarde el sitio oficial de propaganda del gobernador (salta.gov.ar) y me encontré con la crónica de la presentación, en el Centro Cultural América, de un libro escrito por Pacho O´Donnell que había asegurado en el acto que Güemes nunca había caído simpático a la oligarquía del puerto de Buenos Aires.
El previsto enaltecimiento de nuestra historia y nuestra tradición por parte de un escritor del puerto, su esperado halago, la implícita confirmación en boca suya de que si muchos porteños nos odian es porque lo salteños somos buenos, bien había merecido la presencia del gobernador y medio gabinete en día sábado, más los honores del cambio de guardia.
El sitio oficial no podía dejar de mencionar las también esperables palabras del gobernador. “Es una alegría y un orgullo para los salteños contar con la visita de uno de los mejores escritores del país…”. Si nos halaga, enseñó Urtubey en una expeditiva clase de gusto literario, el escritor es de lo mejor. Acaso es pésimo si nos echa en cara nuestras miserias.
L a fabricación a escala del orgullo provincial ha sido un objetivo prioritario del gobierno de Juan Carlos Romero y ahora lo es para su sucesor. Pero el orgullo siempre viene con derivados: no se puede pensar, por ejemplo, en la obligatoriedad de la religión en las escuelas públicas, sin conectarla con la vieja y estúpida presunción con la que tituló tantas veces un matutino local: Salta, capital de la fe.
Siempre en campaña, los estrategas de los gobiernos peronistas desde 1995 a la fecha han pensado que los salteños no necesitan información, ni tampoco les gusta pensar: sólo hay que darles motivos para hacerles experimentar la más inocente autosatisfacción.
Desde la gestión de Romero, el turismo ha venido como anillo al dedo para ese objetivo. La propaganda oficial no sólo está diseñada para atraer visitantes. Otro efecto buscado es que los salteños se sientan cada vez más contentos de sus cerros y casas coloniales y halagados de que los gringos vengan a conocerlos.
Es una incógnita que todavía aún no tiene respuesta: ¿porqué los gobernadores, su séquitos y su socios quieren que los salteños se sientan orgullosos de lo que ya no pueden modificar (el pasado), de lo que no han hecho (los cerros), e incluso de empresas a la que son obligados a aportar dinero de sus bolsillos (Andes)?
La fusión de Turismo y Cultura en un solo ministerio tiene la misma lógica. Cultura, según los grandes intelectuales de gobierno –no podía faltar el nombre de Martín Güemes-, es todo lo bueno, grande, bello y hermoso que somos, simplemente porque somos salteños, y que los turistas también vienen a conocer, maravillados.
Para variar y no ser menos, a continuación se propone a los responsables de la propaganda oficial una nueva lista de motivos para ser expuesta en afiches y propaladas en las pautas de radio y televisión. Los salteños deben sentirse orgullosos de:
. Tener senadores, diputados y dirigentes gremiales vitalicios y de haber aceptado, por tanto, que en Salta algunas familias nacieron para mandar y una multitud está destinada a obedecer, aunque se le haya concedido la gracia de estar orgullosa de ser salteña.
. Vivir en una provincia donde las alianzas y las redes familiares son más determinantes para el ejercicio del poder, que la sociedad en las ideas y los proyectos.
. Ser parte de una sociedad donde muchos temen poner en público sus valores y pensamientos, y donde unos pocos obtienen prestigio y legitimación política predicando unos principios que poco o nada tienen que ver con lo que piensan o hacen en privado.
. De que se haya convertido a sus instituciones en simples aparatos que legitiman que los que siempre han mandado lo siga haciendo, pero sin inconvenientes de conciencia.
. Que las ideas democráticas y progresistas sólo sirvan en su provincia como fachada para dar grandes pasos hacia atrás.
. Que el cambio sólo haya significado en Salta una renovación de look y de vestuario, la continuidad de los mismos negocios, más la incorporación oficial de una familia en el grupo de privilegiados que cortan el queso.
La lista puede seguir indefinidamente, pero tal vez sea mejor parar aquí. No sea que nos hinchemos de orgullo hasta reventar.

jueves, 12 de marzo de 2009

Una presentación y un sayo

“Al que le caiga el sayo” se llamaban unos versos que publicaba mi abuelo Federico en el diario Norte que dirigía hacia 1935. Describía allí con sarcasmo a personajes de la ciudad en la que vivió los últimos años de su vida.
Muchos han querido ver en el autor de “En Tierras de Magú Pelá” –como alguna vez le encomendó Dávalos- sólo a quien describía las razas del desierto chaqueño de comienzos el siglo XIX.
Pero en los Sayos, Federico hacía algo bien diferente: pintaba con versos irónicos a sus vecinos ciudadanos, dejaba al descubierto sus pequeñas ambiciones y sus grandes simulaciones. Muchos de quienes hubieran querido recibir siempre una consideración pública solemne eran descritos, en esos versos, para la carcajada. En la volteada caían políticos –preferentemente radicales, pues trabajaba en un diario conservador- pero también profesionales y poetas: esa clase que, ya desde aquellos remotos años 30 gusta cuidar su imagen con títulos en dorado y apariciones públicas con vuelo de protocolo.
El título de este blog está inspirado en esos versos de mi abuelo, aunque no haré rimas ni me propongo burlarme de funcionarios, doctores, poetas, reverendos y demás gente importante de Salta.
Lo que pretendo entre otras cosas es sólo mirar esa realidad artificial –no natural- de Salta, reflexionar sobre las relaciones que se establecen entre quienes la habitamos, sobre valores dichos y no dichos, sobre juicios y prejuicios. ¡Sobre tantas cosas que se pueden decir sobre este artificio que es una ciudad! Se me antoja que, cada uno tiene que encontrar en ese ambiente, su propia mirada y su propia voz. (A mí por ahora sólo me ha salido un blog).

Incluiré aquí los artículos que escribo para el Nuevo Diario de Salta y alguna que otra greguería más. De hecho ya está incluida la última que escribí, titulada “Familia salteña”.

Puse dos perfiles. El primero es más oficial pero tan mentiroso como el segundo (Perfil número dos), subido como un post más y escrito, creo, para convencerme de que era bueno hacer un blog.

Por último, pongo aquí uno de los “sayos” que escribió mi abuelo y que muy bien escribiría hoy a propósito de la subordinación de la cultura al turismo, dispuesta por el gobierno de la provincia de Salta. Se ha justificado la medida diciendo que los turistas vienen a conocer “nuestra cultura”. Pues entonces vendría bien recibir con estos versos a quienes nos visitan. Se me ocurre, por ejemplo, que para actualizarlo habría que cambiar Zelaya por Los Nocheros, y alguna cosa más para no romper el ritmo. Aquí va.



Es Salta una maravilla,
nada en belleza le iguala;
los turistas cuando vienen
la encuentran extraordinaria
por sus cumbres, por sus valles
y por el vate Zelaya.

¿Hay algo más estupendo
que las lomitas peladas,
que las calles polvorientas
y las casas arruinadas?

Mirad las aguas corrientes
donde hay todo menos agua;
los tranvías que sólo sirven
para pasto de las llamas
y los perros que de flacos
ya más bien parecen almas

Mirad todo esto y decidme
si de malo algo nos falta.

Perfil número dos

Nací en Salta, Argentina, el 15 de diciembre de 1960, hijo de la almeriense Regina Pérez y del salteño Alejandro Gauffin.
Mi abuelo materno, Vicente, tuvo el ambiguo mérito de haber sido encarcelado por las dos Españas; en 1949 emigró a la Argentina, tras el brillo de una Parker con que lo deslumbró un tío suyo de visita. De mi abuelo paterno, Federico, -hijo de un sueco y una criolla- se han dicho muchas cosas en mi provincia, yo prefiero rescatar una: supo escaparse aún adolescente del seminario e internarse –hace más de un siglo- en un bosque chaqueño aún hoy desconocido por los salteños.
Creo que de mi padre –fallecido en 1967 en un accidente de tránsito- he aprendido a entusiasmarme con el rojo y azul de San Lorenzo de Almagro. Había sido su afición por los libros lo que le llevó a conocer a Regina, vendedora en la entonces recién estrenada galería Continental. Ambos tuvieron ocho hijos (se casaron antes, claro!). Todavía disputo el sexto puesto con una melliza a quien supe primerear en el parto, pero que sostiene la inverificable teoría de haber sido primero concebida.
De niño estudié en las más egregias escuelas locales: primero La Merced y luego el San Pablo y, por si fuera poco, entre medio el Bachillerato Humanista Moderno, del que desde 1995 salen los gobernadores de Salta. Yo sólo duré en sus aulas un año y un mes: no me dio ni para mantenerme, en 2008, tres meses como director de Bibliotecas y Archivos.
Cuando en 1974 cursaba mi primer año de secundaria en el colegio San Alfonso, mi madre se vio ante la disyuntiva de permanecer en una Argentina que ya se desangraba en el caos, tras la muerte del general o de volver a España donde la agonía de generalísimo multiplicaba incertidumbres. Eligió lo segundo.
A Madrid llegamos una calurosa tarde de agosto en la que una madrileña hospitalaria tuvo la gentileza de refrescarnos con una horchata en el Retiro. Algunos meses después moría Franco y tía Virtudes lloraba de emoción cuando veía, en la televisión blanco y negro, a Juan Carlos I pronunciar se primer discurso como rey de España. El locutor aún repetía la última, imposible y estúpida expresión testamentaria del dictador: “Todo está atado y bien atado”.
Contra su voluntad –y la de tía Virtudes- las bragas comenzaron a aflojarse. Fui –justo en mi adolescencia- testigo del mítico destape español que me permitió mirar un par de culos en las tapas de algunas revistas.
Pero en la portada del ABC, también vi la imagen del helicóptero que se llevaba a Isabelita de la Casa Rosada, y, en una revista de Cambio 16 me impactaron los ojitos de Videla, ilustrando una columna que hablaba de gente que desaparecía en la Argentina, aunque los telediarios españoles aun reproducían los partes que les llegaban de Buenos Aires sobre los “enfrentamientos con los subversivos”.
Fracasado el proyecto con el que mi madre hubiera querido quedarse en Madrid, -vender con Virtudes trajes infantiles de torero a turistas- comenzamos a regresar a Salta, uno tras uno. Antes me di el lujo de ser el último suplente de un equipo juvenil de volley del Real Madrid. Con los cinco duros que me pagaban por cada entrenamiento podía comprarme un bocadillo y un refresco. Con un carné, además, entraba gratis al Bernabeu. Todavía me asombra la repentina caradurez de aquel tímido adolescente para pedir que lo prueben. Su mejor perfomance hasta entonces había sido quedar eliminado en primera ronda en los campeonatos Evita de Río Tercero de 1974, con el equipo cadete del San Alfonso.
Regresé con 16 años a mi ciudad natal, ingresé al Colegio Nacional y luego volví a los scouts que había frecuentado en mi infancia, con quienes compartí un par de aficiones: la de acampar y subir algún cerro de vez en cuando y la de filtrear los fines de semana con las guías, una especie de rama femenina.
Pero en aquellos días se fue afianzando en algún lugar de mi conciencia un creciente sentido de misión, de destino que debía cumplir. Pienso ahora que entonces la vida se me representó, muy fuertemente, como un mandato que debía obedecer, nunca –como diría Proust- como un vaso repleto de perfumes (jamás he leído a Proust, pero me parece que leí la cita en un señalador de libro). Manolo, un simpático cura redentorista, se me antojó un mensajero divino que me lo confirmaba, cuando me invitó a entrar al seminario.
Fueron años raros en Córdoba y Buenos Aires, aquellos de los que uno no puede nunca terminar de seleccionar qué arrinconar en el olvido y qué guardar en la memoria.
Guardo algunos afectos. Conservo también el hábito del mate amargo, el recuerdo de haberme emocionado con la lectura de la Biblia en las mañanas cordobesas y el de haberme angustiado con la miseria en el conurbano bonaerense.
Leí en 1979 a Ratzinger (“Introducción al cristianismo”) cuando pintaba para teólogo moderno y aún no escandalizaba, de púrpura y armiño, a musulmanes y judíos. Luego siguieron la Biblia y el calefón: Santo Tomas, Jon Sobrino, Leonardo Boff, textos de Aguer, -el actual obispo de La Plata-, Larrañaga… Hubiera sido imposible digerirlo todo alguna vez, creo que fue acertada la decisión de tirar (¿o regalar?) las fichas que con prolijidad de seminarista hacía de cada libro que leía.
No ser feliz no era, para mi confesor, siquiera un pecado venial, así que pude intentar vivir, sin trabas de conciencia y nada menos que durante nueve años, de acuerdo a esos designios misteriosos reservados para mi. Recién en 1988 volví a Salta, desesperado de tal intento, pero con un título de Bachiller en Teología y un mate grabado que lo acreditaba, y que ya he perdido.
Todavía se me da por lamentarme, inútilmente, de no haber tenido la intrepidez de dejar más temprano aquellos muros del destino, como lo había hecho antes mi abuelo. Darse cuenta a los 27 años que no aún se sabe qué hacer con uno mismo no es un descubrimiento placentero. Creo que como el común de los mortales en su momento de debilidad, hubiera querido que algún enviado divino me señalase una nueva misión, pero felizmente –esto lo digo ahora- esa aparición no se produjo.
Veinte años después concluyo que no era fácil buscar un camino propio en una Salta donde abundaban y siguen abundando las apariciones y los designios. Sin embargo, un día recobré la caradurez –uno se vuelve caradura cuando tiene que sobrevivir- con la que me había ido tan bien en Madrid y decidí golpear las puertas de la redacción de un matutino local. Me recibió un hombre calvo y de ojos pequeños, envuelto en un intenso olor a cuartillas de papel y que hablaba con el trasfondo del tecleo de viejas máquinas Remington. Aquello no era El País de Madrid, ciertamente, pero al fin de cuentas era una oportunidad laboral para mi.
“¿Gauffin?”, me preguntó, dándome pie para capitalizar mi portación de apellido. “Si, nieto de Federico”, le respondí con cierta culpa por aprovecharme de un abuelo que no había conocido y apenas leído. Ahora me doy cuenta que eso era menos que un pecado venial en Salta, donde aún hay gente que saca beneficio de llevar el mismo nombre y apellido de próceres muertos hace doscientos años.
No me salieron tan mal los primeros textos de prueba que mi jefe corregía con fibras rojas. Recuerdo muy bien el día que vi en la página central mi primera crónica. Me habían enviado a una conferencia acompañando a un viejo y desganado periodista. Cuando a la tarde llegaron a la mesa de redacción los textos de mi tutor y el mío, el editor no advirtió que se trataba del mismo hecho y publicó uno debajo del otro.
Sentí satisfacción de que alguien hubiera leído mi noticia, aunque se tratase sólo de la abuela del ignoto funcionario que había dado la conferencia. Hoy pienso que entonces sentí también, muy confusamente, que ese texto se hubiera podido escribir no sólo de dos sino de muchas maneras. Y que, aunque debía responder a unas pautas periodísticas de uso, no tenían un destino prefijado: eran mis dedos sobre el teclado los que se la habían dado.
Mi curriculum dice que me desempeñé como subjefe de noticias locales durante casi una década, la del 90. Escribí algunos pocos textos cuyos mejores elogios –la vanidad no es un pecado capital, a Dios gracias- vinieron de colegas que apreciaba y aún aprecio. Y tecleé muchísimos otros que no merecerían otro destino que los límpidas, silenciosos y sepulcrales galpones de Plumada –la empresa privada que hoy monopoliza archivos públicos y creo también de El Tribuno-, a no ser para saber qué cosas les interesaba publicar entonces a los dueños del matutino.
Trabajar en la redacción de un diario puede ser una aventura cotidiana cuando a las nueve de la mañana, mientras algunos mortales están leyendo lo que escribiste ayer, ya tenés en frente la hoja en blanco y te preguntás qué puta nota podés escribir ahora mismo para mañana. Así lo fue para mí durante algunos años.
Pero oficiar de periodista también puede convertirse en una rutina y de las peores. Me di cuenta que lo estaba viviendo cuando apenas llegué a la redacción un sábado a la tarde para editar los cables, un compañero me suplicó, expresando también mi deseo más profundo: “Por favor, cerremos temprano y vámonos”.
Sentí entonces que tenía que irme lo antes posible. No ayudaba, por supuesto, esa prédica anodina que debía escuchar cada tanto de los ayudantes de campo, mandados por sus directores: “Hay que ponerse la camiseta”. ¿Cómo interpretar esas arengas cuando ya entonces el dueño del diario y el gobernador eran uno solo?
La oportunidad se me presentó cuando, de nuevo, un cura redentorista me ofreció un trabajo administrativo en el colegio de mi adolescencia. Acepté, pero antes me convencí de que el cura no era un enviado divino, ni el trabajo un nuevo destino sagrado.
Hasta aquí lo que quiero contar. Como podría decir Groucho Marx, esta es mi historia pero si no les gusta, tengo otras (je, tampoco leí a Groucho).
Antes de cerrar o mejor dicho para rematar he de decir que desde hace casi 20 años comparto con Gabriela, nacida en Rosario de Santa Fe, mi vida y tres hijos: en orden de aparición, Candelaria, Diego y Lucas. Y que si bien cultivamos el gusto por las empanadas recién horneadas -en lo posible en el comedor de Santiago y con algo de picante- también sentimos un común cosquilleo cuando Fito canta “se proyecta la vida, mariposa techincolor” o cuando Baglietto, con inocultable tonada rosarina, dice: “Todavía me emocionan ciertas voces, todavía creo en mirar a los ojos...”

sábado, 7 de marzo de 2009

Familia salteña

No es cierto que la propaganda es banal, superflua, inconsistente. Quienes la atacan con esos prejuicios deberían caminar por las calles de Salta con la única intención de leer los afiches publicitarios. Seguro aprenderá de la provincia en la que vive mucho más que un alumno de los nuevos manuales escolares que mandará editar el gobierno de la provincia.
Ahí está, por ejemplo, desde hace varios días uno que promociona una cerveza que lleva el nombre de la provincia que habitamos. Ya no lo recuerdo exactamente, pero es más o menos así: un salteño medio dice que el amigo de la novia del primo del cuñado de su tío le conseguirá donde parar, se supone que en vacaciones. El “creativo” tiene razón, en Salta todos nos conocemos o, al menos, pensamos que nos conocemos.
Pero los profundos lazos sociales que unen a los salteños no sólo se hacen operativos al momento de dormir de garrón en Cafayate en la Serenata. Lo que se dice “hacer sociales” se hace durante todo el año y en todas las ramas, y desde hace mucho.
Hace unos años un empresario hubiera podido decir que el decreto del subsidio provincial con el que hizo andar su empresa se lo firmó el “abuelo de los primos políticos de los nietos de mis padres” (su suegro el gobernador).
El mismo ambiente de familia puede hoy percibirse en los municipios vallistos, donde una interventora podría decir que el puesto se lo consiguió el sobrino segundo del primo de su suegro (su esposo el gobernador).
Se equivocan Bourdieu y todos sus seguidores locales que prefieren las alambicadas teorías francesas a la sencilla vida salteña. El capital mas valioso –al menos aquí- es el parental, no el simbólico. Dime qué familia tienes y te diré cuanto vales.
Pero nuestro concepto de familia no es tan estrecho como pueden pensar algunos foráneos. No es indispensable tener un apellido en común. También las relaciones de amistad o, menos sentimental, la simple sociedad de intereses, logran que uno ingrese a esta parentela de los cargos y los puestos. Por ejemplo, para ser designado ministro de la Corte puede ser suficiente haber sido secretario de Seguridad y/o amigo del gobernador que lo propone, o haber contado los votos del partido de un actual senador –que tendrá inocultables intereses en los próximos comicios- condiciones que también bastan para integrar el Tribunal Electoral.
Para casos similares se usa en otros países el horrible vocablo “tráfico de influencias”. También algunos periodistas han hablado de nepotismo, aunque solo para dejar en evidencia la amplitud de su vocabulario. Pero aquí en Salta preferimos decir que todos formamos una sola y gran familia y que ese motivo tenemos que ser orgullosos y leales.
Más que los concursos que acaba de anunciar el gobierno para empleados públicos sería importante poner en el escritorio de los últimos designados en el Grand Bourg un cartelito con su árbol genealógico. Para ahorrar un poco de tinta podría usarse un estilo menos indirecto que los ejemplos anteriores. “Hermano del ministro tal”, “sobrino del secretario mengano”, o tal vez, “primo del diputado zutano”, podría leerse en algunos despachos.
El método también podría probarse para los contratistas. Así, por ejemplo, en ocasión de algún evento un cartelito indicaría: “servicio realizado por la hermana del gobernador cual”. Y así.
Si la idea funcionara, su práctica podría extenderse al escritorio de jueces, secretarios, directores de empresas públicas. Así los salteños nos daríamos cuenta de cuan vinculados estamos.
Una visión individualista y liberal de la vida quiere hacernos pensar que cada uno de nuestros funcionarios llega allí por sus antecedentes personales, o que los empresarios más “exitosos” aquí lo son solamente por su habilidad para hacer negocios y su capacidad para afrontar riesgo. Se olvida así que, como han dicho muchos filósofos, el hombre es un animal social y el salteño lo es por excelencia. Después de todo, porqué no valorar que el salteño vale no tanto por sus méritos individuales o simplemente por lo que es, sino, sobre todo, por sus relaciones.
No sería injusto que alguna organización benéfica distinga con medalla de oro al peronismo salteño de hoy como el de ayer, al de corbata y al de remera, al de tipillo conservador y al que se da aire de joven intrépido, por su ponderación de los valores familiares: los hechos muestran que para muchos de ellos la familia –no sólo aquella primaria de padres, hijos y abuelos- sino también la más extensa de las amistades, las sociedades y las alianzas, es lo primero.
Ahora se descubre con cuanta sabiduría el ministerio de Turismo y Cultura aconseja a los salteños, en el afiche de al lado, salir de vacaciones pero quedarse en Salta. El descanso, claro que sí, también en familia. Lo que uno no sabe es si tal clima familiar merece ser festejado con una cerveza helada o, por el contrario, solo da para seguir carajeando por las calles.