viernes, 19 de junio de 2009

Los fantasmas del miedo

Unas veces pueden hacerte pensar; otras, te dejan la cara mustia o te mueven a risa. Pero hay algunas que se aprovechan de tu miedo o te lo producen. Como los hombres, y como diría cualquier andaluz, hay campañas pa´ to´.
Los afiches y volantes de un candidato a diputado nacional cuyo único referente es Dios –tal como no ha tenido empacho en declarar - aparecieron el domingo pasado desparramados en el frente de mi casa.
“El pueblo es el soberano y Dios es el camino”, dice allí el candidato frente a una multitud a la que, seguro, aquella noche le importaba un corno su extraña teología política y deseaba que de una buena vez se rifase el auto 0Km que el marketing electoral había prometido.
Si se confirma que El mismo en persona señaló a Olmedo con su dedo sería la primera vez que Dios se haya metido tan de lleno en una campaña política en Salta. Hasta el momento se sabía que el Espíritu Santo inspiraba a los cardenales para elegir el Papa, no que designaba y dirigía personalmente a los candidatos a diputados nacionales.
Pero aunque ningún instituto teológico ni de Ciencias Sagradas local haya puesto en duda que Dios se comporte como un Urtubey o un Kirchner poniendo o sacando nombres en la boleta, bastaría una antigua cita para pensar lo contrario: “Den al César lo que es del César y a Dios lo que es de Dios”.
Lo que en una interpretación más o menos libre podría significar hoy: dejen de meter a Dios en las campañas, no intenten convertirse en sus representantes. Cuando llegan las elecciones, la democracia necesita candidatos humanos y bien humanos, no enviados divinos.
Pues ya es peligroso que un político –como también lo ha hecho nuestro candidato- se convenza de que representa a la patria y haga de la bandera el símbolo de su partido, enviando de paso al infierno de los apátridas a sus contrincantes y a quienes no lo voten. Pero ¿qué se puede esperar si además se convence de que actúa elegido por y en nombre de Dios?
Toda la mezquindad y la pobreza del discurso político salteño parece haberse resumido en las consignas de Alfredo Olmedo: a falta de ideas y proyectos, planearon sus estrategas, veamos cuáles son los miedos de los salteños –no sus deseos- y nos presentemos como su conjuro.
Así, frente a los temores que producen la incertidumbre económica, los conflictos sociales y políticos, la corrupción y la droga, nada puede ser tan emotivamente atractivo como la invocación a la patria y a la familia, que poco y nada anticipa sobre las leyes que promoverá en el Congreso, aunque deje bien en claro que para él todos los problemas se resuelven apelando a la autoridad de un general o de un padre de familia.
Dios, patria y hogar: el de Olmedo es un viejo mensaje ultraconservador que, aunque en mangas de camisa y con gorra, desconfía de la democracia para resolver los conflictos, desprecia la política como lugar de negociación y aborrece los espacios laicos.
Hasta qué punto está dispuesto a explotar esa sensación de caos y desorden en los argentinos puede verse en su llamado a volver al servicio militar obligatorio, aunque con el adjetivo de comunitario. Para Olmedo no es más ciudadanía, y mucho menos más libertad, lo que puede poner algún remedio a la crisis: es, por el contrario, una voz de mando, es la obediencia, y es tomar el país como un campo de batalla.
Hace falta, se decía hace unas décadas, que alguien venga a poner orden en la Argentina. Ahora que, a caballo del cansancio de la democracia, comienza a escucharse de nuevo la misma cantinela, Olmedo se ofrece para hacerlo.
No debe extrañar que tal propuesta restauradora haya prendido en Salta, donde desde hace años una extraña virgen venida del cielo envía mensajes apocalípticos a los atribulados argentinos.
Inteligentísimos, los funcionarios de Turismo se alegran de que la Virgen del Cerro garantice un buen porcentaje de ocupación hotelera durante los fines de semana de todo el año. Pero la visión maniquea del mundo que contagian sus mensajes, la continua invocación en la cima del cerro a San Miguel Arcángel, príncipe de los ejércitos celestiales, y la disciplina moral que se promueve entre los devotos, alguna vez tendrían su correlato político.
Sólo hace falta ver los resultados del 28 de junio para saber hasta qué punto los salteños hemos sucumbido al miedo y a sus fantasmas.

sábado, 6 de junio de 2009

Día del periodista

¡Hagamos la libertad de expresión en público! (y el amor en privado).
Tal podría ser una convocatoria para la celebración el día del periodista en Salta, donde la mayoría de sus habitantes tienen sus propias ideas y sus valoraciones, pero raramente quieren -o pueden- exponerla allí donde muchos la escuchen.
Porque un entramado de relaciones pueblerinas no deja de desalentar la exposición en plaza pública de lo que cada uno piensa. Aquí nos conocemos todos y vaya a saber qué pariente o que conocido se me puede enojar si digo a voz en cuello mis verdades.
Y ni qué decir el funcionario provincial, condenado –mientras dure el decreto que lo designó- no sólo a decir nada, sino a pensar nada: callar y obedecer es la orden silenciosa que, como en cascada, desciende desde el vértice de las jerarquías.
A lo que se agrega un sutil e intricado sistemas de lealtades: la supervivencia impone no pocas veces el cuidado de ese valor tan tradicional de los salteños, grabado a fuego en el escudo y sobre el que los candidatos machacan cada campaña, a falta de discursos más decorosos.
A tono, el arbitrario y discrecional sistema de publicidad oficial parece pensado para que medios y periodistas calibren la exposición de sus opiniones por el grado de disgusto –o peor, de satisfacción-, que puede causar en quien reparte el queso, que en estos ambientes se llama pauta. Así, la virtud de la lealtad se expande a golpes de chequera, o de transferencias electrónicas al cajero de cada cual.
Por otro lado, ¿hasta qué punto el tan cacareado orgullo salteño y ese prejuicio, tan atractivo como atávico, de que todos somos una familia, tienen como correlato el desaliento del ejercicio de la libertad de expresión, en especial cuando alguien se atreve a criticar “lo nuestro”?
Es bien distinta la sociedad que postula quien se atreve a llevar sus ideas desde la seguridad del estrecho círculo de sus parientes o amigos que ya lo ha aceptado como es, o desde su pequeña tribu en el que siempre encontrará la confirmación de sus dogmas, hasta la plaza pública e incierta.
Alguno habrá –es cierto- que lo haga sólo para jactarse de sus opiniones, y otros sólo cuando están seguros que sus frasecitas sacadas de algún libro de moda no le reportarán riesgos. O sólo cuando calcule que repetirlas le reportará algún beneficio.
Pero otros lo harán incuso afrontando riesgos. A la mujer o al hombre que no dimite de exponer sus opiniones, aunque cuando el clima le sea adverso, incluso cuando peligre la acreditación de fin de mes en el cajero: a esos hay que rendirles homenajes. No a los que alaban la libertad de expresión, sino a los que se atreven a ejercerla a la vista y oído de todos.
Mucho mejor si están convencidos que sus verdades sólo son significativas si las dialogan, si las exponen a consideración de aquellos con quienes comparte suerte, condición o destino humano, aunque no los conozca. Estarán construyendo así una sociedad razonable, que también suele llamarse democrática.
Razonable, ha dicho un filósofo cuyo nombre olvidé, no es precisamente alguien que se mueve por la razón: es quien sabe que sus opiniones son falibles y que por tanto, las da a probar a los otros.
Para ello hace falta que las ideas salgan de la comodidad de las cuatro paredes en las que solemos encerrarlas. No hay hombres ni mujeres libres si sólo cuchichean por lo bajo sus ideas, sus valores y sus proyectos.
Por eso, no se hace la libertad de expresión en el mismo ambiente que el amor. Pero si se acierta a cultivarla, su práctica puede resultar tan creativa y humanizadora como el lenguaje que pueden decirse, en la intimidad, dos cuerpos que se aman.