miércoles, 29 de diciembre de 2010

Torturar los cuerpos para salvar las almas

Hace unos días el Concejo Deliberante aprobó un pedido para que la Dirección de Vialidad de Salta informe sobre el impacto ambiental que tendrá la construcción del nuevo camino al santuario de la Virgen del Cerro.
Más urgente, pero también más difícil de determinar, es saber hasta qué punto la Virgen del Cerro es un síntoma del ambiente que vivimos en Salta. O qué impacto social tendrá.
Porque en el cerro no sólo hay una mujer que dice que ve la Virgen a diario. Un debate sobre la verdad o no de esa afirmación puede ser tan fructífero y estimulante como discutir sobre el sexo de los ángeles.
En verdad no importa si la Virgen se aparece o no. Lo que importa es, por ejemplo, qué clase de mujer se propone como ideal. Qué recursos se utilizan para atraer más devotos. Cuál es la conciencia y la moral que se proponen entre los fieles. Que si sólo fueran fieles allá ellos, pero es que a la vez son nuestros vecinos, nuestros compatriotas, amigos, jefes, compañeros de trabajo, conciudadanos y, ¡ay!, gremialistas o funcionarios.
“¿Se aparecen la Virgen en Salta?”, es el título del libro de René Laurentin que, justamente, intenta poner como clave la cuestión de si sí o si no. Pero que de paso propone una lamentable imagen de la mujer, fomenta una experiencia atormentada de la vida y acude al viejo método de generar miedo y angustia para manipular las conciencias.
Un libro prologado por un obispo salteño, Marcelo Martorell, quien llega a quejarse de que se haya dicho “cualquier cosa de la vidente” y expresa su anhelo de que por esas páginas se la conozca mejor. En esto último no se ha equivocado.
Un misterioso designio divino hace sufrir a María Livia cuando comienzan las apariciones. Se pone fría como un cadáver, sus uñas se oscurecen, siente terrible dolor en el corazón, creía que se iba a morir. “Era un dolor muy intenso, por las almas, por todos los pecados”, le cuenta a Laurentin.
Así que en esta historia del cerro, el cuerpo de María Livia tiene que sufrir para expiar los pecados y salvar las almas. ¿Cuánto desprecio y odio al cuerpo puede caber en esas líneas que Laurentin nos cita? Desprecio y odio más antiguo que Platón y que Orígenes, aquel monje que se castró literalmente por el Reino de los Cielos.
Para salvar las almas, se ha dicho desde entonces, es necesario hacer sufrir los cuerpos. Aunque parece que en estos tiempos es mejor que sufra el cuerpo de la mujer.
Yo pienso todo lo contrario. Que el sufrimiento de una mujer sólo hace más inhumano este mundo. Y que una mujer que cuida y disfruta de su cuerpo es mucho mejor para todos, que aquella que lo ofrece para torturarlo por los pecados de los otros. ¿Qué, acaso será también deseable que una mujer acepte sufrir en su cuerpo la violencia por los otros, la violencia que producen los otros?
Pero esta teología rancia no se propone, ni mucho menos, hacer esta vida más feliz, ni más habitable este mundo. El mundo no puede ser nunca una casa, sino sólo un sitio de tormentos. Laurentin nos comunica que la vidente sabe secretos de acontecimientos graves. Que vio tres días de tinieblas. Que todo dependerá de cómo se comporten los hombres. Pero que esos secretos los hará a conocer cuando Dios lo quiera.
Sólo un poco de atención, de valentía, de razón, de curiosidad –facultades nada sobrenaturales, por cierto- harían falta para ver la cantidad de injusticias presentes, de estupidez humana, de sufrimiento evitable, de negociados, de pobreza, de vidas fracasadas que hay aquí no más, en Salta.
Pero no. Lo que la vidente ve son acontecimientos graves y futuros. Quien le escucha no puede saber en qué consisten, porque Dios aún no lo ha permitido. Así que, hasta que se produzca el nihil obstat divino no queda otra que angustiarse, temer, estar atentos a ver qué dice la vidente de lo que tenemos que hacer, subir al cerro los sábados. No vaya que sea cierto.
(¿Cómo se puede creer en un Dios que chantajee las conciencias con los mismos métodos con que un brujo intenta sujetarnos al miedo para que le paguemos más consultas?)
Y también asistir los domingos por la mañana a los galpones de ATSA para escucharla. Donde unos segundos de serenidad y de consuelo, se pagarán no con dinero, sino al caro precio de extender el sentimiento de culpa y de angustia y de vergüenza de sí mismo a toda la vida.
Porque en la vidente Laurentin dice que no ve “ni una sombra de egoísmo de ego como existe en todos los seres humanos”. El cura especialista en apariciones se lamenta de “nuestro “yo” irremplazable, reforzado por nuestro narcisismo, posesividad, instinto de dominación, auto justificación”.
Todo lo que hagamos por nosotros mismos, se repite en el galpón del gremio de Eduardo Ramos, está inspirado por el demonio. Y uno tiene que sentir culpa ante el sacerdote por esos pecados: por los que recuerda y por los que no recuerda.
Así que nada de amor por sí mismo, nada de cuidado de sí mismo, nada de valoración de uno mismo, nada de sentimiento de dignidad propia. Nada de pensar por sí mismo, nada de querer por sí mismo, nada de sentir por sí mismo, nada de desear por sí mismo.
En cambio, sí autoflagelación, sí tortura de sí mismo, sí auto desprecio, sí vergüenza de sí mismo. Sí negación de uno mismo. Parece que hasta someterse.
En la teología del cerro, nada más querer vivir es una falta, que debe pagarse con menos vida. Por eso viene como anillo al dedo para quienes ya no tienen deseo de vivir. Y por tanto, para quienes esta vida ya no tiene valor, o tal vez sólo uno: la de ser moneda de cambio para acceder a una vida de ultratumba.
Nada parece importar, sin embargo, a muchos empresarios, funcionarios y dirigentes, muy dispuestos a mirar a otro lado, con tal que cada cual pueda hacer su negocio. Sólo alcanzan a pensar que los hoteles repletos los fines de semana bien valen su silencio y los diez millones que saldrá el nuevo camino que atravesará el cerro.

Convicciones

Qué trabajo complicado dieron los constituyentes de Salta a los funcionarios de Educación. Artículo 48: “Los padres y en su caso los tutores, tienen derecho a que sus hijos o pupilos reciban en la escuela pública la educación religiosa que esté de acuerdo con sus propias convicciones”.

Porque ya es difícil y me atrevería a decir que imposible, por ejemplo, saber cuáles son las convicciones religiosas de nuestro ministro de Educación, que se ha tomado tan a pecho el precepto constitucional.

O las de su gobernador. O las de cada uno de sus funcionarios. Imagínense entonces qué tan fácil puede resultarle a la directora de una primaria pública averiguar las convicciones religiosas de cada uno de los padres de sus alumnos.

A fin ayudar en tan encomiable tarea constitucional, propongo algunas preguntas para un cuestionario que debería ser llenado en la escuela pública no bien el padre o tutor formule el pedido de que su hijo sea educado en sus convicciones religiosas.

a) ¿Está usted convencido de que puede ir al infierno? Respuestas posibles: Sí. No. Maso. Váyase usted al infierno.

b) ¿Cree que puede caer en la tentación del demonio? Sí. No. Maso. Váyase usted al demonio.

c) ¿Está convencido que puede llegar a fundirse en el nirvana? No. Si. Maso… Que la recontra por si acaso.

Y así. Al último habría que dejar unas diez hojas en blanco para que cada uno, si puede, exprese más detalladamente cómo cree que es Dios, cómo que no es. Si tiene intermediarios aquí abajo, qué cultos son los más adecuados para honrarle, qué conductas pide a quienes les siguen.

Es posible entonces que el docente tenga que estudiar qué gracias otorga el Gauchito Gil, cuál fue la verdadera historia de la Difunta Correa, cuántas veces y cómo se aparece la Virgen en el cerro, cuántas en el árbol del barrio Santa Lucía.

Qué significa la New Age. Qué se come en la semana del perdón. Con qué hay que homenajear a la Pachamama. ¿Y a San Expedito? ¿Y Juana Figueroa?

Y en cualquier momento, debido a estos tiempos globales que nos toca vivir, qué tiene el cielo que promete Mahoma y cómo se llega. Y cuál es la sabiduría de Confucio.

Me imagino tan variadas las convicciones religiosas de los salteños –esas que se cultivan en privado, y que no necesariamente se profesan en público- que un instituto de ciencias sagradas que pretenda formar docentes para educar a sus alumnos en las convicciones religiosas de sus padres parece una locura comparable a la de ese personaje de un cuento de Borges, que quería pintar todo el universo en una poesía.

Y que no vengan unos padres que se llamen a sí mismos ateos religiosos y, amparados en el precepto constitucional, quieran que se les enseñe a sus hijos los fundamentos del ateísmo en la escuela pública. Sus dogmas, su moral y hasta sus ritos, porque capaz que los tienen. Ahí sí que los quiero ver.

Quienes en 2008 sancionaron la ley de educación provincial deben haber visto así de complicada la aplicación del precepto constitucional. Entonces, de buenas a primeras mandaron que “los contenidos y la habilitación docente requerirán el aval de la respectiva autoridad religiosa”.

Buena manera de aplicar un precepto constitucional imposible, negándolo.

¿No era que la enseñanza religiosa se iba a impartir respetando las convicciones religiosas de los padres o tutores? Entonces, ¿cómo es posible que la ley establezca que será la autoridad religiosa la que avale los contenidos? ¿Cómo saben que las convicciones religiosas de los habitantes de cada provincia coinciden con los de la autoridad religiosa?

Está claro que, para los legisladores del 2008, sólo la autoridad religiosa puede saber cuáles son las “verdaderas” convicciones religiosas de los salteños y puede, además, elegir a los que las enseñen.

Así, por obra y gracia de la ley de educación, se pasó del supuesto reconocimiento constitucional de un derecho individual, a la sanción de las prerrogativas de una jerarquía. En Salta, las convicciones religiosas necesitan, para ser enseñadas, de su nihil obstat.

Por mi parte, tengo que “el cuidado del alma de cada hombre le corresponde a él mismo y debe ser dejado a él sólo”, como ha dicho un filósofo cuyo nombre no recuerdo ahora mismo. Y si libremente alguien quiere integrar una comunidad religiosa donde las verdades se transmitan por medio de la autoridad, que lo haga.

Pero que ninguna ley civil consagre el principio de que sólo la autoridad religiosa puede educar en religión. ¿No está claro que los constituyentes y legisladores metieron al Estado en un campo que no les compete?

Algunos podrán llamar a esto laicismo. Sería exagerado. Yo pienso, nada más, que sería un paso para una política y una gestión de gobierno laicas.

Por Andrés Gauffin

martes, 28 de septiembre de 2010

Secularización

El arzobispo pide, en el Triduo del Milagro, leyes inspiradas en la voluntad de Dios. El gobernador está absolutamente de acuerdo porque, en un lenguaje casi incomprensible, dice que no hay que escindir la faz espiritual de lo más biológico.
Pero un grupo de sus diputados había participado, pocos días antes, de una ritual en honor a la Pachamama en el parque de la Legislatura: en un hoyo arrojaron hojas de coca, granos de maíz, tal vez algún cigarrito prendido. ¿En nombre de qué divinidad deberían legislar?
De todos modos, no pueden estar un día en la Legislatura, sin pasar delante de una enorme imagen de la Virgen, que seguro no es la del Milagro, entronizada al lado el recinto donde discuten, a veces, las leyes de los salteños.
Un parte de prensa municipal anuncia que unos empleados han entronizado la imagen de la Virgen de San Nicolás en el Centro Cívico. Flaco favor, parece que la pusieron al lado de los recaudadores de impuestos.
¿Y qué pasará cuando los devotos de la Inmaculada Madre del Sacratísimo Corazón Eucarístico del Divino Niño reciban el mensaje celestial de que deben construir una ermita en la gobernación y reclamen que el Estado respete su derecho a hacerlo?
¿Y si después un devoto, citando a su pastor, dice que allí sólo podría estar el Señor y la Virgen del Milagro, porque lo que no tiene que ver con ellos no es Salta?
Lo sagrado ha impregnado lo público, y pocos se atreven a sacar las consecuencias: en lo íntimo cada cual está convencido de la verdad de sus creencias y la bondad de sus propósitos. Y les parece que basta con ello.
Pero lo público es un lugar abierto donde se encuentran hombres que vienen cada uno con sus ideas, sus prejuicios, sus creencias o sus no creencias, sus sentimientos, sus identidades diferentes. Para convivir sin que nadie esté obligado a adoptar creencias de los otros, ni forzado a renunciar a las propias, es necesario crear un lenguaje: el lenguaje y los modos, precisamente, de lo público.
La palabra secularización no figura en el diccionario de la política salteña. Encontrarla en un programa electoral puede ser más difícil que hallar el término prudencia en la arenga del jefe de una barra brava.
Y sin embargo, pienso yo que no estaría mal del todo rescatarla. No se trata de ir tras las creencias y las prácticas religiosas de nadie, sino de hallar un modo para que cada cual tenga las suyas, si las quiere. Para eso hace falta una escuela estatal laica, y un estado laico, ideales de una Argentina que una versión caprichosa de la historia quiere olvidarlas, mientras se sigue asistiendo a los actos en honor a Sarmiento.
Una escuela estatal laica no es un establecimiento que tenga como objetivo descatolizar a sus alumnos: es la mejor manera de armonizar el derecho de todos a cultivar su propia religión, o a no tener ninguna. Que cada cual –me lo dijo un cura- afronta esta vida como puede, y como quiere le añadí yo.
Por lo demás, tengo para mí que un estado confesional que reproduzca en sus leyes la voluntad de Dios no está prescrito en los evangelios. Allí está aquella frase de “dad al César lo que es de César y a Dios lo que es de Dios”, poco citada estos días, y que parece ir en sentido contrario.
Lo más lamentable, sin embargo, no es sólo ese olvido, si no que a nuestro César se le han confundido los papeles.

lunes, 26 de julio de 2010

Moral oficial en la Salta colonial

“Por su parte, Urtubey afirmó que el ser salteño está resumido en el gaucho, con sus valores familiares y religiosos” (del parte de prensa oficial)
Desde que comenzó a ponerse ropa de gaucho para presidir el desfile del 17 de junio, Urtubey ya no se presenta a sí mismo como un político que por haber ganado unas elecciones administra una provincia. Se promueve, mucho más que eso, como un custodio y un educador de la identidad salteña.
Antes, el gaucho tuvo que ser sometido a una metamorfosis: ya no es símbolo de la independencia ni de valentía como alguna vez parece que fue; en los tiempos de Romero y Urtubey sólo es el baremo con el que se quiere medir a lo salteños.
Gaucho cada 17 de junio, Urtubey enseña lo que no puede faltar a la hora del examen de identidad. Es a la vez un resumen y una guía: con sus botas y sombrero encabeza él mismo el desfile de los gauchos. Es la cabeza de todos los salteños de ley.
Habitan Salta, según este pensamiento del gobernador, salteños de primera, de segunda, de tercera o de cuarta, según se acerquen más o menos al resumen que él mismo representa.
Pocas veces un gobierno provincial se había involucrado tanto en el enaltecimiento de una identidad y una moral oficial. Si los sociólogos pueden describir sociedades a partir del uso que le dan a los espacios públicos con Salta, en donde se usan para enaltecer una identidad y una moral, podría hacerse un festín.
Pero el gobernador no es el único político que propone una moral oficial. El diputado nacional Alfredo Olmedo la predica también, pero en una versión más descarnada. Lo suyo es un envite a las preguntas. ¿Cómo es posible que una persona que se ha separado y que no teme mostrarse en público sus roces con modelos, se convierta a su vez en un acérrimo defensor de la familia?
Limitarse a tacharlo de incoherente es poca cosa. Porque es muy posible que la exposición de sus relaciones privadas sea parte de su mensaje, tanto como sus discursos morales.
El mensaje podría ser el siguiente: no importa cuál es la moral que efectivamente se siga en la vida privada. Lo importantes es qué tipo de moral se proclame en el espacio público. Todo podría estar permitido, pero solo una moral puede ser dicha y normada. Un solo orden moral puede ser admitido oficialmente.
No es una propuesta demasiado nueva. El historiador peruano Luis Miguel Glave refiere que en la época colonial “no era tan pecado fornicar, como decir que fornicar no era tan pecado”.
Es la Salta colonial, de la que algunos personajes públicos sacan más réditos que los hoteleros con la recova de la plaza 9 de Julio. La Salta colonial que parece tener más posibilidades de conservación, que el mismo Cabildo ante la “modernización” de la ciudad.
La que permanece entre nosotros, por más desfiles gauchos que presida el gobernador.

domingo, 28 de marzo de 2010

8, 7, 6

“Estábamos discutiendo recién …”, decía hace poco el conductor de 6, 7, 8 después de un corte. Me senté entonces a escuchar, pues en los pocos paneles a los que asisto campea en general el mismo tono monocorde que, incluso cuando se adviertan matices diferentes, evita la crítica recíproca, la refutación de las ideas de fondo y de sus argumentos.
La “discusión” siguió en vivo, pero enseguida advertí que no había, en realidad, ninguna. Por turnos, los panelistas mostraban su destreza para expresar con distinto ropaje el mismo y único mensaje que el programa repite desde hace tanto tiempo: el “desenmascaramiento” de TN, Clarín y todo lo que se le parezca, la demolición de cualquier figura opositora, la justificación sistemática de los dichos y obras de la presidenta o de su esposo.
Terminé convencido que , aunque el canal estatal machaque desde sus anuncios institucionales que “toda la diversidad es nuestra” , al menos en este caso, hay que conformarse con que los panelistas utilicen a veces un lenguaje más chabacano, en ocasiones más intelectual, o más irónico. Para decir siempre, con distintos ejemplos, lo mismo.
Ese clima uniforme tampoco corre riesgos con el invitado de turno: participa sólo para sumar argumentos para las mismas tesis de siempre y también para no hablar de lo que el programa no está dispuesto a hablar.
Asi los panelistas de 6, 7, 8 , parecen integrantes de un grupo de “auto convencimiento”: van todos los días al programa a darse una mano recíproca para convencerse –y de ese modo tranquilizarse- de que están del lado de la verdad. Pero no es posible cumplir ese objetivo, si al mismo tiempo no se convencen que los otros, los que están fuera del programa del canal estatal, son idiotas, o cínicos. Y que basta su condición de tales para que no tengan derecho a la palabra.
Va de suyo que el programa excluye por principio cualquier intento de autocritica. Hecho para poner en evidencia los silencios y los intereses de los “grupos concentrados”, y las dependencias de sus periodistas, los panelistas de 6, 7, 8 no parecen dispuestos en absoluto a pensar sobre sus propias dependencias, sobre los intereses de quienes los han contratado, sobre los silencios que nunca se les concederá romper.
Los montajes, las construcciones mediáticas, los recortes, las puestas en escena, las creaciones artificiales de la realidad sólo son sayos que convienen “a los medios”. Canal 7 no es, en realidad, un medio: es transparente reflejo de lo nacional y lo popular.
Denunciadores de la falsa objetividad de los medios opositores, los panelistas de 6,7,8 divagan desde una “super obetividad”, que no admiten abiertamente, pero que ejercen sin rubor.
Pero los panelistas van mucho más allá. El programa en el que inútilmente quise escuchar una discusión, expuso en un montaje dos figuras: la ejemplar de Jorge Rivas, el actual diputado oficialista que se sobrepuso admirablemente a una cuadriplejia causada por un ataque de delincuentes, y las más enervantes poses y declaraciones de Elisa Carrió.
No alcancé a entender porqué las imágenes de Carrió entre medio de un reportaje a Rivas, hasta que en un momento intervino Sandra Russo: “En definitiva, dijo más o menos y citando a Feinmann, se trata de apoyar a gente buena”. ¡Esto sí que es un recorte, y no macana!
A los panelistas de 6, 7, 8 no le es suficiente con convencerse que están del lado de la verdad y la objetividad: también tienen que convencerse, al borde del peor maniqueísmo, de que están del lado de la bondad. Uno puede esperar semejante reflexión de parte de una vidente de la Virgen, no de alguien que ejerce la crítica en un canal estatal, reducida ahora a separar a los buenos y a los malos.
Trato de pensar qué gobiernos son los que han utilizado esa brutal simplificación de buenos y malos. Y concluyo que 6,7,8 no es un programa que aporte para adelante. Más bien atrasa.

lunes, 15 de febrero de 2010

Idiotas

“Es hora que dejemos de pensar qué Salta le dejamos a nuestros hijos y comencemos a pensar qué hijos le dejaremos a nuestra Salta”.
He debido escuchar varios discursos en los que el gobernador Juan Manuel Urtubey decía, con orgulloso énfasis, la frase con la que se abre este artículo. En el primero deduje que era un guiño amable a una audiencia de padres y niños durante un acto escolar. En el último concluí que no era ningún guiño: la frase de verdad expresa lo que el gobernador piensa, ¡de la política!
Entonces me decidí a escribir este artículo. Del gobernador, los salteños hemos estado preocupados si continúa a Romero o no; si es kirchnerista, cristinista, o más o menos; si se conformará con otros cuatro años de inquilino en Las Costas, o si ya sueña que bien se merece un Olivos. Pocas veces nos preguntamos, en cambio, qué piensa. Porque piensa. Y esta frase nos viene de perlas.
Pasemos por alto que, dicha en primera persona, la frase es una flagrante contradicción. Si de verdad lo cree, Urtubey debería renunciar y colgar una placa en alguna oficina del centro para esperar los primeros litigios, que sobran aquí en Salta. Ya se sabe, saco y corbata en las mañanas, algunos viajes a la Ciudad Judicial por la autopista, expediente bajo el brazo, doctor de aquí, doctor de allá, una horas en la Católica para el prestigio y la obra social, y fútbol los sábados en La Loma. Y tiempo de sobra para, como buen esposo y padre de familia, pensar qué hijos le dejará a Salta.
Pero no. Desde que en 1995 Romero le dio una secretaría, Urtubey no ha dejado de pensar en la política, y de hacer política. En aquellos momentos su olfato le dijo que tenía que acompañar al entonces gobernador y lo hizo, escalón para obtener la banca de diputado en el Congreso. Luego, cuando vio declinar la estrella de su primer padrino, de a poco fue acercando a los Kirchner. En esos vaivenes, nunca dejó de pensar que quería ser gobernador (lo que, vale aclararlo, no significa que haya dejado de pensar en la educación de sus hijos).
Enseguida llegó la campaña para suceder a Romero. No la hizo a base de consejos útiles para que los padres salteños eduquen mejor a sus hijos. No les dijo que debían enseñar a sus vástagos a no poner los codos en la mesa, y a ayudar a mamá a levantar la mesa. Por el contrario, su mensaje era un poco más amplio. Y además de tener cierto ritmo, su frase de campaña tenía algún encanto político: “El cambio que vos querés, la provincia que vos amás”. Era una convocatoria colectiva.
Pero dos años después, Urtubey dejó de lado el discurso de un líder político, para adoptar el tono puede esperarse de un sermón dominical. Les dice a los salteños que sólo tienen que pensar en educar a sus hijos, y que deberían desentenderse de la Salta en la que vivirán. El mensaje es claro: de esto último ahora se ocupa sólo el gobernador.
Cuando era candidato, Urtubey necesitaba sumar aliados, pero recomendarles que eduquen a sus hijos no era la mejor forma de ganarlos: debía convocar a algún proyecto político. Pero desde el mismo momento en que asumió como gobernador, los aliados comenzaron a incomodarlo. Era el momento, entonces, de pedirle a los salteños que se ocupen de sus obligaciones domésticas. La tarea de gobernar es, ahora, sólo suya.
Nadie puede calibrar cuán profunda es la regresión a la que apunta el mensaje político de Urtubey. La ilusión de que basta de que los salteños o los argentinos seamos buenos tipos para que la provincia o país salgan adelante es una peligrosa ilusión, hecha al dedillo de quienes ceden a la tentación autoritaria, de quienes ya no creen en la democracia, aunque –como en el caso de gobernador- se sigan llamando a sí mismos constitucionalistas.
En lo que a mí respecta, prefiero pensar que la política debe hacerse sobre un supuesto contrario: que en todo el mundo –incluso en Salta, aunque seamos tan buenos y orgullosos-, quienes gozan de poder tienden a utilizarlo en provecho propio, y que el que posee un poco de fuerza tiende a utilizarla contra los más débiles. Y que para evitarlo hace falta la política: desde el secreto del voto universal, hasta la división de los poderes, pasando por la publicidad de los actos de gobierno.
O en positivo, creo que como diría Tocqueville, sería bueno que los poderes se dispersen. Que se distribuya la política. Y que haya más ciudadanos, y menos mandamases que quieran mandarnos a casa.
Pero a este artículo le falta la conexión con el título. Sin pretender emular a Mariano Grondona, que sabe muchísimo más de etimologías, la palabra idiota viene del griego, idiotés. No es que sepa griego, lo leí en un libro de Savater. “Idiotés” designaba en aquellos tiempos antiguos -más progresistas que los de ahora- a la persona que, desentendiéndose del ágora –de lo público- se ocupaba sólo de sus asuntos domésticos. Que es lo que el gobernador quiere que hagan y sean los salteños.