lunes, 15 de febrero de 2010

Idiotas

“Es hora que dejemos de pensar qué Salta le dejamos a nuestros hijos y comencemos a pensar qué hijos le dejaremos a nuestra Salta”.
He debido escuchar varios discursos en los que el gobernador Juan Manuel Urtubey decía, con orgulloso énfasis, la frase con la que se abre este artículo. En el primero deduje que era un guiño amable a una audiencia de padres y niños durante un acto escolar. En el último concluí que no era ningún guiño: la frase de verdad expresa lo que el gobernador piensa, ¡de la política!
Entonces me decidí a escribir este artículo. Del gobernador, los salteños hemos estado preocupados si continúa a Romero o no; si es kirchnerista, cristinista, o más o menos; si se conformará con otros cuatro años de inquilino en Las Costas, o si ya sueña que bien se merece un Olivos. Pocas veces nos preguntamos, en cambio, qué piensa. Porque piensa. Y esta frase nos viene de perlas.
Pasemos por alto que, dicha en primera persona, la frase es una flagrante contradicción. Si de verdad lo cree, Urtubey debería renunciar y colgar una placa en alguna oficina del centro para esperar los primeros litigios, que sobran aquí en Salta. Ya se sabe, saco y corbata en las mañanas, algunos viajes a la Ciudad Judicial por la autopista, expediente bajo el brazo, doctor de aquí, doctor de allá, una horas en la Católica para el prestigio y la obra social, y fútbol los sábados en La Loma. Y tiempo de sobra para, como buen esposo y padre de familia, pensar qué hijos le dejará a Salta.
Pero no. Desde que en 1995 Romero le dio una secretaría, Urtubey no ha dejado de pensar en la política, y de hacer política. En aquellos momentos su olfato le dijo que tenía que acompañar al entonces gobernador y lo hizo, escalón para obtener la banca de diputado en el Congreso. Luego, cuando vio declinar la estrella de su primer padrino, de a poco fue acercando a los Kirchner. En esos vaivenes, nunca dejó de pensar que quería ser gobernador (lo que, vale aclararlo, no significa que haya dejado de pensar en la educación de sus hijos).
Enseguida llegó la campaña para suceder a Romero. No la hizo a base de consejos útiles para que los padres salteños eduquen mejor a sus hijos. No les dijo que debían enseñar a sus vástagos a no poner los codos en la mesa, y a ayudar a mamá a levantar la mesa. Por el contrario, su mensaje era un poco más amplio. Y además de tener cierto ritmo, su frase de campaña tenía algún encanto político: “El cambio que vos querés, la provincia que vos amás”. Era una convocatoria colectiva.
Pero dos años después, Urtubey dejó de lado el discurso de un líder político, para adoptar el tono puede esperarse de un sermón dominical. Les dice a los salteños que sólo tienen que pensar en educar a sus hijos, y que deberían desentenderse de la Salta en la que vivirán. El mensaje es claro: de esto último ahora se ocupa sólo el gobernador.
Cuando era candidato, Urtubey necesitaba sumar aliados, pero recomendarles que eduquen a sus hijos no era la mejor forma de ganarlos: debía convocar a algún proyecto político. Pero desde el mismo momento en que asumió como gobernador, los aliados comenzaron a incomodarlo. Era el momento, entonces, de pedirle a los salteños que se ocupen de sus obligaciones domésticas. La tarea de gobernar es, ahora, sólo suya.
Nadie puede calibrar cuán profunda es la regresión a la que apunta el mensaje político de Urtubey. La ilusión de que basta de que los salteños o los argentinos seamos buenos tipos para que la provincia o país salgan adelante es una peligrosa ilusión, hecha al dedillo de quienes ceden a la tentación autoritaria, de quienes ya no creen en la democracia, aunque –como en el caso de gobernador- se sigan llamando a sí mismos constitucionalistas.
En lo que a mí respecta, prefiero pensar que la política debe hacerse sobre un supuesto contrario: que en todo el mundo –incluso en Salta, aunque seamos tan buenos y orgullosos-, quienes gozan de poder tienden a utilizarlo en provecho propio, y que el que posee un poco de fuerza tiende a utilizarla contra los más débiles. Y que para evitarlo hace falta la política: desde el secreto del voto universal, hasta la división de los poderes, pasando por la publicidad de los actos de gobierno.
O en positivo, creo que como diría Tocqueville, sería bueno que los poderes se dispersen. Que se distribuya la política. Y que haya más ciudadanos, y menos mandamases que quieran mandarnos a casa.
Pero a este artículo le falta la conexión con el título. Sin pretender emular a Mariano Grondona, que sabe muchísimo más de etimologías, la palabra idiota viene del griego, idiotés. No es que sepa griego, lo leí en un libro de Savater. “Idiotés” designaba en aquellos tiempos antiguos -más progresistas que los de ahora- a la persona que, desentendiéndose del ágora –de lo público- se ocupaba sólo de sus asuntos domésticos. Que es lo que el gobernador quiere que hagan y sean los salteños.