martes, 28 de septiembre de 2010

Secularización

El arzobispo pide, en el Triduo del Milagro, leyes inspiradas en la voluntad de Dios. El gobernador está absolutamente de acuerdo porque, en un lenguaje casi incomprensible, dice que no hay que escindir la faz espiritual de lo más biológico.
Pero un grupo de sus diputados había participado, pocos días antes, de una ritual en honor a la Pachamama en el parque de la Legislatura: en un hoyo arrojaron hojas de coca, granos de maíz, tal vez algún cigarrito prendido. ¿En nombre de qué divinidad deberían legislar?
De todos modos, no pueden estar un día en la Legislatura, sin pasar delante de una enorme imagen de la Virgen, que seguro no es la del Milagro, entronizada al lado el recinto donde discuten, a veces, las leyes de los salteños.
Un parte de prensa municipal anuncia que unos empleados han entronizado la imagen de la Virgen de San Nicolás en el Centro Cívico. Flaco favor, parece que la pusieron al lado de los recaudadores de impuestos.
¿Y qué pasará cuando los devotos de la Inmaculada Madre del Sacratísimo Corazón Eucarístico del Divino Niño reciban el mensaje celestial de que deben construir una ermita en la gobernación y reclamen que el Estado respete su derecho a hacerlo?
¿Y si después un devoto, citando a su pastor, dice que allí sólo podría estar el Señor y la Virgen del Milagro, porque lo que no tiene que ver con ellos no es Salta?
Lo sagrado ha impregnado lo público, y pocos se atreven a sacar las consecuencias: en lo íntimo cada cual está convencido de la verdad de sus creencias y la bondad de sus propósitos. Y les parece que basta con ello.
Pero lo público es un lugar abierto donde se encuentran hombres que vienen cada uno con sus ideas, sus prejuicios, sus creencias o sus no creencias, sus sentimientos, sus identidades diferentes. Para convivir sin que nadie esté obligado a adoptar creencias de los otros, ni forzado a renunciar a las propias, es necesario crear un lenguaje: el lenguaje y los modos, precisamente, de lo público.
La palabra secularización no figura en el diccionario de la política salteña. Encontrarla en un programa electoral puede ser más difícil que hallar el término prudencia en la arenga del jefe de una barra brava.
Y sin embargo, pienso yo que no estaría mal del todo rescatarla. No se trata de ir tras las creencias y las prácticas religiosas de nadie, sino de hallar un modo para que cada cual tenga las suyas, si las quiere. Para eso hace falta una escuela estatal laica, y un estado laico, ideales de una Argentina que una versión caprichosa de la historia quiere olvidarlas, mientras se sigue asistiendo a los actos en honor a Sarmiento.
Una escuela estatal laica no es un establecimiento que tenga como objetivo descatolizar a sus alumnos: es la mejor manera de armonizar el derecho de todos a cultivar su propia religión, o a no tener ninguna. Que cada cual –me lo dijo un cura- afronta esta vida como puede, y como quiere le añadí yo.
Por lo demás, tengo para mí que un estado confesional que reproduzca en sus leyes la voluntad de Dios no está prescrito en los evangelios. Allí está aquella frase de “dad al César lo que es de César y a Dios lo que es de Dios”, poco citada estos días, y que parece ir en sentido contrario.
Lo más lamentable, sin embargo, no es sólo ese olvido, si no que a nuestro César se le han confundido los papeles.