viernes, 12 de agosto de 2011

Agosto

Cada primero de agosto, la ciudad amanece con neblina. Desde ese humo que ha dejado el sahumerio matinal, miles de varones y mujeres salen a la mañana hacia sus trabajos, sus desdichas y sus fiestas.
Otros practican un rito tal vez más antiguo. Abren un pozo en la tierra y depositan, a manera de contrato, unas hojas de coca y unos granos de maíz, con la certeza de que su madre tierra no les hará faltar el alimento durante el año.
Pero para entonces, las campanas de una iglesia en la capital comienzan a recordar a los salteños que esa tierra también puede agrietarse y, en segundos, convertirlo todo en un infierno. Seguirán, por eso, cuarenta y cinco días de penitencia ante las imágenes que hace tres siglos recorrieron por primera vez las calles de un caserío colonial aterrorizado por los temblores.
Subido en andas también en agosto paseará un santo con espigas en la mano. Miles de pequeños cuentapropistas que no tienen asegurado la acreditación en el cajero a fin de mes, le demandarán trabajo y pan, a cambio de acompañarlo por las calles, una tarde bajo el tibio sol del invierno.
Agosto, parece, no se pasa sin un una invocación, un rito, una súplica.
Lejos y hace mucho tiempo, un poeta romano hizo otro intento, solitario y posiblemente inútil, de combatir su propia angustia y la de sus contemporáneos, ante la fragilidad del mundo y de la vida.
Convencido como Demócrito de que el mundo no es más que un gran río indiferente de átomos que confluyen y se separan, escribió para que sus contemporáneos no se desprecien a sí mismos por sus desgracias, ni se las atribuyan a dios alguno.
El propósito de sus versos no era ensalzar la belleza, sino sólo aplacar el miedo. Para lograrlo, proponía, los hombres debían darse cuenta que viven un minúsculo momento de ese río.
Por eso proponía otro tipo de piedad que la que practicaban sus compatriotas por entonces.
“No es piedad el dar vueltas a menudo, / tapada la cabeza ante una piedra, / ni el visitar los templos con frecuencia, / ni el andar en humildes postraciones, / ni el levantar las manos a los dioses, / ni el inundar sus aras con la sangre/ de animales, ni el cúmulo de votos; / que la piedad consiste en que miremos/ todos las cosas con tranquilos ojos…”.
Agosto es también el momento de ese río, en que unos promesantes suben por la calle Zuviría, cualquier sábado por la mañana, con estruendo de bombas y de música del altiplano bailada por tinkus y caporales. Lucrecio no pudo registrar ese rito presidido por una madre que, como la Pachamama, asegura todos los bienes.
Después los peregrinos almorzarán un picante o un lechón, y se levantarán de la mesa como quienes, al decir del poeta romano, se retiran de la vida hacia un puerto seguro, “ahítos… y con ánimo tranquilo”.