viernes, 23 de septiembre de 2011

El teatro de Eichelbaum, los trinos de Zelaya

Octubre del ‘34. En los diarios salteños aparecen con frecuencia los rictus de Hitler y Mussolini. Hablan de paz, pero preparan la guerra. Aquellos fantasmas quedan por unos pocos días conjurados. Acaba de desembarcar el Cardenal Pacelli en Buenos Aires para presidir el Congreso Eucarístico Internacional. Su sonrisa beatífica, su suave voz, conmueven multitudes en Palermo. El Congreso se convierte en un acontecimiento nacional, al que se pliega gustoso el presidente Justo.

Samuel Eichelbaum y César Tiempo aprovechan una invitación de escritores del interior para evitar aquellos fervores. Llegan a una ciudad donde la discusión principal pasa por las “primas”, un cuestionado subsidio a la industria vitivinícola. Los conservadores, que no poseen bodegas, se oponen. Los radicales, que sí, la apoyan.

El vino cafayateño encenderá otras pasiones en una extraña noche salteña.

Un grupo de intelectuales y bohemios ha formado la Asociación Cultural de Salta, para promover, supuestamente, la cultura. Sus integrantes aparecen en los diarios fomentando la visita de los ilustres escritores porteños.

En la Sociedad Sirio Libanesa se hace la primera conferencia, organizada también por la Asociación de Jóvenes Israelitas. Moisés Zevi interpreta melodías hebreas antes del turno de Tiempo, quien habla de “Chaplin a la vista”. “Carlitos puede ser el símbolo, la expresión animada de un poeta de nuestro tiempo. Frente a la áspera realidad, él exhibe su disfraz grotesco de “tramp” y arranca risas con su desventura”.

El Intransigente dice que el salón estaba lleno, aunque evita mencionar la ausencia de varios referentes de la Asociación.

Dos días después Eichelbaum utiliza su conferencia para afirmar que al teatro criollo se le ha ido el alma. Sus autores “han adquirido un respeto primario por las emociones populares, un respeto que han asimilado por picardía, y se han entregado a él como una noble doctrina”. La obra de arte, en cambio, “es cosa individual, privilegio del individuo, con gracia personal que no determina la existencia de un arte en un pueblo, sino en él”.

A la hora de los aplausos se miran algunos participantes. Hay sillas vacías que hablan con elocuencia . Es ya notorio que algunos miembros de la Asociación han expresado, con su falta, una posición clara respecto de Tiempo y Eichelbaum.

El domingo 14 Pacelli bendice a más de un millón de feligreses en Palermo en la clausura del Congreso, mientras en el hotel Roma de Salta se prepara la cena de homenaje y despedida a los visitantes. A la hora de los postres, Federico Gauffin lee un par de hojas, en tono de disculpa hacia los escritores.

“Magnífico es el espectáculo (de Salta y sus cerros), pero la impresión es pasajera y pronto se siente el cansancio que producen a los ojos y al espíritu las cosas que continuamente nos rodean y estrechan, siempre las mismas, casi chocantes, como manjar obligado que se come todos los días, por obligación y necesidad”, dice Gauffin, alejado de entusiasmos poéticos. No sólo se dirige a Tiempo y Eichelbaum, también a los que en la semana dejaron la sillas vacías y ahora empiezan a hacer la digestión en el Roma.

“Pasados los primeros momentos de entusiasmo y admiración, habréis sentido asfixia, opresión y cierto malestar indefinible y también ansias de escapar de esos muros que se interponen entre vosotros y la inmensidad; y entonces Salta os habrá parecido un montón de viviendas aplastadas en la oscuridad de un hoyo”.

En una de las mesas está el poeta Juan José Zelaya, crédito poético salteño, habituado a cantar loas a Salta y sus valles. El flaco Gauffin, que así le decían, le había dedicado uno de sus “sayos” en el Diario El Norte. “Oh egregio vate Zelaya,/ ante su genio me inclino;/ ruiseñor que se desmaya/ oyendo su propio trino.”

El autor de “Magú Pelá” sigue su discurso: “Digo esto porque os habrá causado extrañeza y desilusión comprobar que nuestro espíritu, al menos en la mayoría de los casos, está limitado y ceñido como el horizonte y que el pensamiento se encuentra encarcelado por los prejuicios, en la misma forma que el valle está amurallado por la selva y por los cerros”.

Pero los que toman luego la palabra cambian abruptamente de tema. En un súbito giro localista, se dedican a elogiar al vate Zelaya y a ignorar a los visitantes. El clima de la reunión se encrespa. Tiempo prefiere mirar para otro lado. Eichelbaum se fastidia e idea el primer acto de la tragicomedia. El mismo será el primer actor. La “obra” fue publicada al día siguiente por un cronista de Nueva Epoca, fray Ingenuo de seudónimo.

“Que recite, pues, sus versos el poeta Zelaya”, dijo el dramaturgo cortando los halagos de los locales. Pero el vate aduce estar convaleciente para evitar el desafío. Despechado, Eichelbaum se retira a su cuarto y manda llamar a Gauffin y a Hugo Romero. “No hay derecho que ese señor a quien nosotros deseamos proclamar “príncipe de la poesía de Salta”, nos desdeñe de esta manera. Es claro que a semejante desdén lo cotizaremos en el terreno del honor!”

El desafìo se hace público: Si Zelaya no recita sus versos, el dramaturgo exige una reparación por las armas.

Los padrinos de Zelaya y Eichelbaum acuerdan que el duelo sea a las tres, al costado del cementerio. Del “campo del honor”, uno de los dos pasaría a la covacha, dice la crónica. Pero cuando llegaron los médicos y estaban listas las espadas, el poeta local se inspiró repentinamente y recitó desde “El acto de despedir en la estación”, hasta “Mi casita”.

El final feliz, según fray Ingenuo, obedeció “al ambiente de pacificación eucarística con que nos ha obsequiado el Legado Papal, cardenal Pacelli”.

Dos días después de la partida de los visitantes, truenan las renuncias en la Asociación. La primera es de José Hernán Figueroa. “Sea por la intervención de prejuicios o suspicacias inexplicables, o sea por causas que escapan a mi conocimiento, esa Asociación no ha sabido prestigiar las conferencias de esos calificados representantes de las letras nacionales”. Idem Gauffin, Julio Figueroa Medina y Mario Balbarán Alvarado. Siguen firmas. El remate es de Alberto Ovejero Paz. Acusa a directivos de la Asociación de haber creado un gran vacío a Eichelbaum y Tiempo, por el hecho de ser “descendientes de hebreos”. “Una entidad cultural debe estar libre de todo prejuicio social y no ha de verse otra cosa que el pensamiento y el valor intelectual de las personas, sean ellas quienes fueren, sus religiones y sus condiciones políticas y sociales, si realmente se desea hacer obra cultural”.

Desautorizado, debe presentar su renuncia el presidente, David Saravia Castro. “Hay un choque de corrientes desarmónicas”, argumenta.

Tras la partida de los porteños, Gauffin desata en uno de sus sayos toda su ironía contra la autocomplacencia localista y sus escribas:

“Es Salta una maravilla,
nada en belleza la iguala;
los turistas cuando vienen
la encuentran extraordinaria
por sus cumbres, por sus valles
y por el vate Zelaya.
¿Hay algo más estupendo
que las lomitas peladas,
que las calles polvorientas
y las casas arruinadas?
Mirad las aguas corrientes
donde hay todo menos agua;
los tranvías que sólo sirven
para pasto de las llamas
y los perros que de flacos
ya más bien parecen almas.

lunes, 19 de septiembre de 2011

Nuevos funerales del periodismo

En octubre de 1996 y nada menos que ante la Sociedad Interamericana de Prensa (SIP), Gabriel García Márquez pronunciaba su discurso sobre “el mejor oficio del mundo”, que desde entonces es, o debería ser, de lectura obligatoria para cualquier periodista que se inicia o que quiera preciarse de tal.
El autor de “Cien años de soledad” evoca allí las viejas redacciones, los cafés y las parrandas de los viernes donde el periodista no sólo aprendía el oficio, sino también se apropiaba del mínimo bagaje cultural con que debe contar quien desee vivir de escribir noticias.
García Márquez estaba convencido que el periodismo es algo parecido a un arte, un arte realista que consiste en escribir de los hechos, tales como sucedieron. Un arte en el que la primera urgencia del cronista es la de no mentirse a sí mismo. Y la segunda, la de ser creativo, no para inventar la noticia, sino para tejer los datos que obtiene y no convertirse en un mero reproductor de lo que dicen sus fuentes.
Por entonces, García Márquez no había tomado nota de que la SIP era un agente de la CIA, pero sí les reprochó a sus miembros que hayan puesto cada vez más obstáculos para el desarrollo del periodismo que proponía. En las salas de redacción se instalan las últimas novedades tecnológicas, pero el cronista tiene cada vez menos tiempo para obtener datos y escribir su crónica, les dijo.
La grabadora se convirtió para el escritor en símbolo de esa deshumanización del periodismo. Con ella el propio periodista comienza a convertirse en un aparato que sólo guarda y reproduce lo que dice el gobernador o ministro de turno, o la gacetilla oficial, tarea que repite todos los días porque no desea, no quiere, no está capacitado, ni le pagan para otra cosa.
El discurso ante la SIP se había iniciado con el enojo del Nobel ante la postura de profesores de una universidad colombiana que habían mandado a decir que los periodistas no son artistas. Y su desazón por el cambio del nombre humilde que tuvo el oficio, por el de Ciencias de la Comunicación Social.
Tal vez García Márquez no haya advertido en ese momento la transformación que, tras el cambio de la palabra, se había iniciado y que tuvo cabal expresión en un reciente congreso de Comunicación Popular realizado en la Universidad Nacional de Salta realizado con abundante aparato oficial nacional y convocado bajo la definición previa de que comunicador popular puede ser la presidenta de la Nación o el cacique de una comunidad originaria en la medida que “defienda o proyecte un proyecto colectivo”.
El tono de la convocatoria armonizó bastante bien con el argumento que usó uno de los panelistas de la jornada inaugural para concluir que cualquier presunción de independencia es una mentira. “Si al fin y al caso todos tenemos ideas e intereses de los que dependemos”, dijo desde un lugar común que se repite en los ámbitos oficiales.
¿Qué queda del comunicador o periodista -o como quiera que se llame- si debe atenerse a “proyectar” un proyecto colectivo, y si cualquier idea propia que concibe es nada más que un signo de su dependencia?
Ambas ideas no pueden afirmarse sin el supuesto -que en general no llega a explicitarse-, de que la última explicación de lo que alguien dice o escribe está en una ideología, en una condición económica o en el sistema de creencias de la comunidad a la que pertenece, nunca en la mente, los deseos, la voluntad, o la experiencia de un individuo.
Así ya no puede hablarse de periodistas, sólo de voceros del Liberalismo, del Comunismo, de la Socialdemocracia, de la Comunidad Originaria, del Capitalismo o del Monopolio. Por eso, para esta corriente del pensamiento, no queda otra cosa que militar, y abandonar cualquier pretensión de autonomía personal. Quienes optan por este último camino son enseguida denunciados por Barone y sus socios como hipócritas, mentirosos, tilingos y lo que le venga en gana.
Habiendo tomado nota de que en los diarios los periodistas se habían empezado a transformar en meros grabadores-reproductores, García Márquez creó sus talleres de nuevo periodismo en Cartagena, con la colaboración de Tomás Eloy Martínez. Pretendía contribuir a un periodismo que se hiciera con los ojos, los nervios, las ideas, y los dedos en el teclado de unos tipos y tipas bien formados, no con el play de la última videograbadora.
En cambio, habiendo denunciado el poder mediático y constatado los intereses políticos y económicos de los medios, la expresión oficial de las ciencias argentinas de la Comunicación se apresura a celebrar los funerales de la figura del periodista, y con ellos, los de toda posibilidad de tener una visión propia, personal, de lo que ocurre.
Según esta corriente sólo cabe comunicar los “proyectos colectivos”, expresión que en boca de algunos de los panelistas que desembarcaron en Salta para la cátedra de inauguración pronto se convirtió en un eufemismo de “movimiento Nacional y Popular”, sino de franco cristinismo. ¿Cuántos pasos más tendrán que dar para terminar afirmando que un periodista-comunicador es en realidad, vocero de este gobierno nacional, a la manera de Télam, cuyos directivos participaron del Congreso?
Es posible, sin embargo, que el periodismo que velan los ideólogos nacionales de las Ciencias de la Comunicación goce de buena salud. Después de todo, en mundo donde son escasos los trabajos atractivos, no será tan fácil que desparezca el “mejor oficio del mundo”.