sábado, 1 de octubre de 2011

Tres Cristos en setiembre

No debería pasar sin reflexión la mudanza obligada, durante la novena del Milagro, del espectáculo de José Sacristán sobre la poesía de Antonio Machado.
Tal vez el apellido del actor estaba acorde con la época y el lugar donde quería recitar, pero no el contenido de los versos.
Las culpas, los yerros, el castigo, el terremoto, la aflicción, el duelo: todas esas experiencias conforman el requisito indispensable para el clima cada vez más penitencial de la novena de septiembre en torno a un Crucificado, cuyo dolor sólo se explica por las culpas de los fieles.
Machado, en cambio, escribe que en Andalucía, también para la primavera, el pueblo anda pidiendo escaleras para subir a la cruz. El pueblo, dice, quiere quitarle los clavos a Jesús el Nazareno. Quiere que no sufra más.
El poeta se resiste a cantarle a ese Jesús del madero. Y quiere cantarle al que anduvo en la mar. Unos versos que suenan discordantes en una Salta que, según aseguran quienes custodian su tradición, la devoción al Crucificado del Milagro es uno de los elementos que logran la mayor cohesión cultural de Salta.
¿Cómo Sacristán iba a recitar esos versos en unos días en que se exaltaba el acontecimiento que se pretende constitutivo para la cultura de los salteños, esto es, la intervención del Crucificado para calmar los temblores de la tierra? ¿Cómo, a metros no más del templo, alguien podía decir que no puede ni quiere cantar al Jesús del Madero, sino al que caminó sobre las olas del mar?
¿Y cómo lo iban a aplaudir?
Es posible que esas preguntas, y no los dictámenes de una vieja ordenanza, hayan determinado la decisión de hacerle mudar su espectáculo: en el centro mismo de la ciudad y en ese momento “fundacional” sólo hay lugar para la “cultura salteña”, no para la expresión creadora de un artista.
Pero las imágenes de Jesús parecen inacabables. Si es así, las versiones de la cultura salteña también lo serían.
Lo probaría un reciente hecho literario que enlaza con una vieja obra de arte, tan antigua tal vez como las imágenes del Milagro.
En su libro “La palabra y”, presentado durante los primeros días de septiembre en el Complejo de Bibliotecas de Salta, Santiago Sylvester le hace unos versos a un “Cristo pisando uvas” representado en un cuadro colgado a un costado de la Iglesia de La Viña.
Es un Cristo cuzqueño que no calma terremotos, ni anda sobre sobre las olas de la mar, sino que camina sobre uvas: hace vino patero. Es cierto, dice Sylvester en su poema, que las pinceladas de ese pintor desconocido mencionaron el drama y su liturgia, “pero la impresión es que ahí/ hay amor directo por la vida, gozo en el acto, además/ de la felicidad alegórica del vino”.
La tela cuzqueña le dejó la impresión de que ese obrero artesanal “no viene a recriminarnos: no esconde segundas intenciones/, ningún chantaje metafísico, /ninguna amenaza: la redención es supletoria: aquí/ manda la vida, no el final;/ no hay noticias de postrimerías”.
Este “Cristo pisando uvas” de la iglesia de La Viña permanece arriba de un confesionario, casi en penumbras. Quedó en los márgenes de la cultura salteña. Pero el asombro y el estremecimiento interior del poeta lograron, por un momento, sacarlo de un olvido que ya lleva siglos.

Tres Cristos en setiembre

No debería pasar sin reflexión la mudanza obligada, durante la novena del Milagro, del espectáculo de José Sacristán sobre la poesía de Antonio Machado.
Tal vez el apellido del actor estaba acorde con la época y el lugar donde quería recitar, pero no el contenido de los versos.
Las culpas, los yerros, el castigo, el terremoto, la aflicción, el duelo: todas esas experiencias conforman el requisito indispensable para el clima cada vez más penitencial de la novena de septiembre en torno a un Crucificado, cuyo dolor sólo se explica por las culpas de los fieles.
Machado, en cambio, escribe que en Andalucía, también para la primavera, el pueblo anda pidiendo escaleras para subir a la cruz. El pueblo, dice, quiere quitarle los clavos a Jesús el Nazareno. Quiere que no sufra más.
El poeta se resiste a cantarle a ese Jesús del madero. Y quiere cantarle al que anduvo en la mar. Unos versos que suenan discordantes en una Salta que, según aseguran quienes custodian su tradición, la devoción al Crucificado del Milagro es uno de los elementos que logran la mayor cohesión cultural de Salta.
¿Cómo Sacristán iba a recitar esos versos en unos días en que se exaltaba el acontecimiento que se pretende constitutivo para la cultura de los salteños, esto es, la intervención del Crucificado para calmar los temblores de la tierra? ¿Cómo, a metros no más del templo, alguien podía decir que no puede ni quiere cantar al Jesús del Madero, sino al que caminó sobre las olas del mar?
¿Y cómo lo iban a aplaudir?
Es posible que esas preguntas, y no los dictámenes de una vieja ordenanza, hayan determinado la decisión de hacerle mudar su espectáculo: en el centro mismo de la ciudad y en ese momento “fundacional” sólo hay lugar para la “cultura salteña”, no para la expresión creadora de un artista.
Pero las imágenes de Jesús parecen inacabables. Si es así, las versiones de la cultura salteña también lo serían.
Lo probaría un reciente hecho literario que enlaza con una vieja obra de arte, tan antigua tal vez como las imágenes del Milagro.
En su libro “La palabra y”, presentado durante los primeros días de septiembre en el Complejo de Bibliotecas de Salta, Santiago Sylvester le hace unos versos a un “Cristo pisando uvas” representado en un cuadro colgado a un costado de la Iglesia de La Viña.
Es un Cristo cuzqueño que no calma terremotos, ni anda sobre sobre las olas de la mar, sino que camina sobre uvas: hace vino patero. Es cierto, dice Sylvester en su poema, que las pinceladas de ese pintor desconocido mencionaron el drama y su liturgia, “pero la impresión es que ahí/ hay amor directo por la vida, gozo en el acto, además/ de la felicidad alegórica del vino”.
La tela cuzqueña le dejó la impresión de que ese obrero artesanal “no viene a recriminarnos: no esconde segundas intenciones/, ningún chantaje metafísico, /ninguna amenaza: la redención es supletoria: aquí/ manda la vida, no el final;/ no hay noticias de postrimerías”.
Este “Cristo pisando uvas” de la iglesia de La Viña permanece arriba de un confesionario, casi en penumbras. Quedó en los márgenes de la cultura salteña. Pero el asombro y el estremecimiento interior del poeta lograron, por un momento, sacarlo de un olvido que ya lleva siglos.