miércoles, 22 de febrero de 2012

Amor en Yavi

Del lado de Villazón, la cola alcanza hasta dos cuadras, cualquier día de febrero de 2012. Vienen de regreso de Machu Picchu y en la calle República Argentina, mientras esperan su turno en migraciones, gastan sus últimos bolivianos antes de volver a cruzar la frontera. Sentados al lado de los fardos de coca, las vendedoras le recitan el precio de los aguayos, los sombreros, las camperas de lana de oveja. En perfecta tonada porteña, algunos mochileros regatean el precio, una de las costumbres andinas que más han practicado estos días. Por puro prejuicio, uno adivina entre ellos a una joven veinteañera de Barrio Norte o un joven de San Isidro que en octubre se sacó una foto de rigor en el cerro Catedral, con sus compañeros de quinto. Muchos se han vestido multicolores, desde las medias hasta el gorro, como cerro de Purmamarca. El clima espiritual de la peregrinación al Cuzco se condensa en un muchacho de no más de veinticinco que camina por las calles de Villazón con mochila de lana, anchos pantalones de tonalidades ocres, chaqueta al tono. Todo coronado por una cabellera rubia, hecha rastas. Barba rala y mirada azul como un destello del cielo andino. Es verlo nada más y sentir uno la tentación de pedirle un mantra. Porque podía ser tomado también como un maestro oriental. Algunos vuelven con un charango o un sicu colgando de la mochila, con la esperanza de que la música que guardan allí pueda con el estruendo caótico de la gran ciudad. Pero el regreso puede no ser tan espiritual, ni tan sereno. Una pareja practicaba, una de estas noches, el amor en el atrio de la iglesia de Yavi –a pocos kilómetros de Villazón-, en ese mismo templo donde el marqués -no el de Sade sino el de Yavi,- escuchaba misa todos los días, hace nada más que dos siglos. Las derivas del amor –como tal vez haya pensado el marqués, no de Yavi sino el de Sade-, son impredecibles. Tras los gemidos, algunos vecinos del pueblito alcanzaron a escuchar una riña que terminó en súplica masculina, dirigida no al Altísimo, sino a su compañera. “¡Volvé nena, volvé ! ¡Por lo menos dejame algunos mangos para pagarme la vuelta!”.

viernes, 3 de febrero de 2012

La rubia Ferreira en el estadio del padre Martearena

Por los altavoces una voz enseña que la lectura es una pasión, igual que el fútbol, y anuncia que en el estadio se están distribuyendo cuentos gratuitos. Desde la hinchada se descuelga como una bandera el grito de “dale, daleeeé, dale Boooo…..”. No Borges –que no le gustaba para nada el fútbol- sino Boca, que va a enfrentarse en Salta a Santamarina por la Copa Argentina.
Falta una hora para que comience el partido y ya se puede recoger, olvidado en algún escalón, algún cuento de Osvaldo Soriano -editado y distribuido por el Ministerio de Educación en las gradas del futbol del verano 2012.
Cree el Ministerio –repleto de buenos propósitos como debe tener un Ministerio- que el público puede disfrutar una buena lectura mientras espera el partido. Pero cuando empiezo a leer “El penal más largo de mundo”, un joven se aparece por los pupitres de los periodistas e increpa: “¡Eh! ¿Qué piensan hacer aquí durante una hora? ¡Vayan a la conferencia del gobernador!”
Soriano estaba escribiendo que los jugadores eran lentos como burros y pesados como roperos, y que nadie se podía explicar cómo ganaban los partidos, si jugaban tan mal… No se refería por su puesto al Boca del primer tiempo -que todavía no lo había jugado-, sino a Estrella Polar, un equipo del Valle de Río Negro de fines de los cincuenta
La frase le hubiera venido de perlas a algún cronista, pero es que los periodistas no suelen leer…, no suelen leer antes de los partidos, ocupados en cuestiones tan importantes como si el técnico va a parar en la cancha un 4-3-2-1, o si fulano va jugar de punta o de enganche, o si cuántas horas, minutos y segundos que no juega Román.
El joven comunicador agradece como si fuera un gran favor que algún periodista se llegue a la conferencia donde el gobernador espera sacar su tajada del match promotor del turismo-el deporte-la lectura y los buenos modales: una foto, una frase repetida por los medios nacionales, que le ayude a seguir posicionándose. Verbo que los comunicadores deberían desterrar de una vez por todas, por equívoco y de mal gusto.
“Esta vez Capitanich, con el Boca-River, le ganó por lejos”, comenta a la ligera un colega, mientras deglute un pancho mini. Como dando por sentado que ya no hay fútbol sin política. Ni política sin fútbol. Parece darle la razón el diputado nacional y secretario general de los camioneros, Jorge Guaymás, cómodamente instalado, no en la popular, sino en un palco vidriado con LCD, camiseta de Boca pegada al cuerpo, soñándose Román. Por lo menos se nota que no tiene asesor de vestuario.
De de la promoción de la lectura, la voz del Estadio pasa intermitentemente a publicitar el Sindicato de Comercio, como si se tratase de una empresa que oferta servicios.
“¿Hasta cuándo podrá durar la Copa Argentina? Porque toda la guita para pagar los viajes, los árbitros, la pone la TV Pública, es decir el Estado. Y sólo en algunos partidos como estos hay recaudación”, reflexiona otro comunicador en diez segundos, antes de abandonarse, por noventa minutos, al periodismo militante. Militante de Boca.
Para ese momento Soriano escribe casi en la soledad absoluta: su partido y sus jugadores, parecen de un planeta diferente al de Boca, que sale a la cancha en medio de una nube de papelitos plateados lanzados por un cañón contratado por la TV digital, y de un show de fuegos artificiales pagados por el gobierno, y con un caché que Dios y la patria se lo demanden.
El Estrella Polar de Soriano, por el contrario, es un equipo miseria. Su entrenador, “un tipo de traje negro, bigotitos finos,un lunar en la frente, pucho apagado entre los labios, corría junto a la línea de toque” y azuzaba los jugadores con una vara de mimbre cuando pasaban a su lado. Bueno, es un poco más atractivo que Falcioni.
El arquero Díaz tenía casi cuarenta años y el pelo blanco “se le caía sobre la frente de indio araucano”.
Cuenta Soriano que después de jugar mal y ganar, festejaban con botellas de vino refrescadas en tierra húmeda, y más tarde en el prostíbulo de Santa Ana. Como si Santa Ana los tuviera.
Uno de los personajes del cuento es la rubia Ferreira, a quien el gato Díaz corteja mientras se prepara para atajar el “penal más largo del mundo”. En un momento, mientras conjeturaban a dónde se iba a tirar el arquero, la mina le dice al gato. “En esta vida nunca se sabe quién engaña a quién”.
En el Martearena, cuando ya Roncaglia acertó el empate, todos nos vemos en el mejor de los mundos posibles. La pasión, la lectura, el deporte, la fiesta popular, la euforia, esas cosas. Pero la frase de la rubia Ferreira lo convierte todo, por unos segundos, en un juego de simulacros. ¿Y si tiene razón, y todo es nada más que un engaña pichanga? ¿Y no es cierto que la pasión nos iguale a todos porque al final cada cual atiende su juego?
Díaz, de Estrella Polar, le ataja el penal a Constante Gauna, disculpen que le cuente el final. Y Orión - el apellido parece que se lo puso Soriano-, a Gáspari. Ya lo vieron mil veces en la tele. Fin del espectáculo, fin del relato. La gente sale del estadio en medio de la noche. Soriano, desde sus cuentos, sigue relatándonos un futbol que ha quedado tan lejos de estas copas oficiales como la estrella polar de este mundo.