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jueves, 6 de junio de 2013
Los cínicos sirven para este oficio
Pocos años antes de morir, el periodista polaco Riszard Kapuscinski dictó una conferencia que dio nombre a uno de sus últimos libros: “Los cínicos no sirven para este oficio”. Y pese al evidente choque con su título, este artículo no pretende en modo alguno contradecirlo. ¡Si no todo lo contrario!
Afecto a la cultura griega –escribió “Viajes con Heródoto”- Kapuscinski hubiera podido escribir con más gracia que muchos académicos sobre Diógenes, ese filósofo de la antigüedad del que comúnmente sabemos que vivía en un tonel y que siempre, incluso de día, andaba con una lámpara en la mano.
No ha dejado nada escrito así que de su filosofía sólo contamos con algunos pensamientos que recogió otro Diógenes en un libro, lo mismo que algunas de sus anécdotas más sabrosas.
Una día como tantos, contó su tocayo, nuestro Diógenes tomaba sol acompañado de su mejor amigo, su perro, con su barba, su bastón y su lámpara, hasta que alguien le hizo sombra. Era el grandísimo Alejandro Magno, que había escuchado de su fama y buscaba congraciarse con el filósofo, con el propósito tal vez –el poder tiene esas costumbres hoy y siempre- de hacerlo su vocero.
-Dime lo que desees y te lo concedo, le dijo el emperador al linyera.
-¡Claro! Hacete a un lao, (el localismo es mío) que me estás tapando el sol.
Decenas de hermeneutas ya han interpretado esa famosa respuesta de Diógenes, pero parece claro que con un par de verbos y sustantivos, el filósofo desacralizó al emperador y se puso muy a distancia de los beneficios de su poder: prefería pensar solo mientras tomaba el sol del Mediterráneo y –disculpen la imaginación- chupaba una mandarina.
Platón, blanco de las más ácidas invectivas de Diógenes, hizo lo posible por hacerlo desaparecer de la historia de la filosofía, pero la memoria del linyera pudo sobrevivir como la de aquel que fundó la escuela de los cínicos, que así se llamaban los filósofos que huían de los convencionalismos que imponían quienes cortaba el queso real y académico de la antigua Grecia.
Por supuesto, cuando Kapuscinski dio su famosa conferencia no estaba pensando en Diógenes, sino en el significado que mucho más tarde, por obra de los azares del lenguaje, tomó la palabra cínico y que recoge el diccionario: el que miente sin vergüenza, o como cantaría Serrat, con naturalidad.
Y cómo van a servir para este oficio los que llaman blanco lo que es negro, sin sonrojarse siquiera. No es sólo que no sirven, es que lo están destruyendo: lo hacen, al revés de lo que deseaba García Márquez, el peor oficio del mundo.
Pero también, cómo el oficio se recompone cuando un periodista, aunque no sepa nada del Diógenes que prefirió el sol y sus propios pensamientos a los favores del emperador, elige alguna vez ser fiel a sí mismo. A sus propias preguntas, y a lo que ha visto, oído, o leído, para intentar sus propias respuestas, antes que leal a quienes irradian poder para convertirse en sus comunicadores.
Cómo le da nuevo impulso al periodismo aquel que huye de los estereotipos y los convencionalismos, de las agendas y los temas impuestos desde un atril o desde una dirección del medio y pone como estandarte su propia duda, su propia pregunta, y hasta su agenda, y comete su propio reportaje, aunque sea en grado de tentativa.
Cómo dignifica el oficio el que prefiere mil veces recrear el lenguaje, pulir su nota, acertar en una perspectiva, a recibir el regalo ritual del siete de junio, la palmada paternal y cómplice, sólo para salir después obligado multiplicar sus tristes lugares comunes.
Y cómo aquel que nunca ha intentado siquiera una vez alejarse un poco del poder para experimentar el suyo propio, suele transigir con sus mentiras. Cómo el que no ha recorrido el camino del cinismo del Diógenes, termina practicando el cinismo que lamentaba Kapuscinski y que no sirve para el oficio.
A aquellos , por supuesto, en el día del periodista, salud y largo y fecundo oficio, que mucha falta nos hacen.
domingo, 12 de mayo de 2013
El cuento de la caberetera que derrotó al general
Pocas veces una película se estrena tan en el momento justo, como “Puerta de Hierro”, dirigida por Víctor Laplace, quien también hace de Juan Domingo Perón.
Justo cuando se están cumpliendo los cuarenta años de la elección de Héctor Cámpora -11 de marzo de 1973-, de su asunción como presidente -25 de mayo de 1973-, de la masacre de Ezeiza en el regreso de Perón -20 de junio de 1973-, y de la expulsión de Cámpora del gobierno – la película le llama renuncia- en los primeros días de julio de 1973.
Justo también cuando la Justicia tiene que empezar a decidir acerca de la responsabilidad de la triple A –y de sus amparadores políticos- en algunos crímenes cometidos de 1973 a 1975.
Justo cuando a una jueza argentina se le ocurre comenzar a tomar declaración de víctimas de la dictadura del generalísimo, así se hacía llamar, Francisco Franco.
Aunque supuestamente filmada para narrar los últimos años de Perón en Madrid, hasta 1972, la película financiada por el Instituto Nacional de Cine Argentino y los gobiernos peronistas de Chaco y San Juan está hecha justamente para terminar sepultar en el olvido aquella historia de 40 años.
Para oficializar en el cine nacional y popular la versión exculpatoria de Perón sobre los centenares de asesinatos cometidos por la AAA –incluida la masacre de Ezeiza- e inducir que esa violencia fue posible sólo por la locura de un brujo llamado López Rega.
Y para dar a entender que, a pesar de haber sido protegido por Franco en sus 17 años de exilio, Perón nunca tuvo nada que ver esa dictadura.
De allí precisamente, la aparición de Sofía, una costurera hija de republicanos, cuya inexplicable aparición en la película hace demasiado evidente el maquillaje al ex presidente.
Por supuesto, la costurera termina rendida de admiración ante nuestro gran argentino. El mensaje está muy claro: Perón no es un aliado de Franco, sino alguien a quien admirarían los mismos republicanos españoles masacrados por el generalísimo.
Refuerza esa idea un diálogo proporcionado por las fantasías de Laplace y Dieguillo Fernández, su socio en la dirección. Mientras planean el primer intento de regreso, Perón les dice a sus aliados que es “más amigo de Castro que de Franco”.
Parece que el general no sabía apreciar todo lo que el dictador hacía por él: la misma película muestra que la quinta 17 de Octubre está bien resguardada por la policía de Franco y que el primer y fallido intento de regreso se hace a bordo de un avión de la compañía estatal española.
A este punto, uno espectador del común se pregunta por qué Perón –si era tan amigo de Castro- quiso seguir en la España nacional católica de Franco, acompañado de María Estela y su brujo en Madrid, y no se marchó a La Habana en busca de sus amigos y con la mujer española que lo admiraba, que además era mucho más bonita e inteligente que la cabaretera que había conocido en Panamá.
Pero no. El viejo decide quedarse en Madrid, con Isabelita y el brujo, sin que el guionista sugiera alguna explicación para tamaño desafío al sentido común que asume el Perón-Laplace.
Y vaya si tenía motivos para marcharse de Puerta de Hierro. En un momento, Perón espía tras una puerta cómo su mujer ensaya un encendido discurso político, bajo la dirección de López Rega, preparándose para asumir el papel de conductora del movimiento cuando su esposo desaparezca. Ni una pista acerca de por qué Perón sólo atina a mover, contrariado, la cabeza.
Filmada para remozar la antigua teoría de que Perón fue víctima del entorno, la película de Laplace usa una metáfora sugestiva para remachar el mensaje: una sesión de esgrima de la pareja en la quinta 17 de Octubre termina cuando Isabelita le acierta una estocada en el pecho a Perón: el entorno ha derrotado al líder; la cabaretera, al gran estratega.
Que de todos modos, según la película y para restarle aún más méritos al general, regresa a la Argentina no para cumplir un proyecto propio, sino el de Eva Perón, con cuyo cadáver dialoga en la quinta antes del retorno. Perón sólo se justifica por Eva.
Quien se tome demasiado en serio la imagen heroica que de Perón brinda algunos pasajes de la película puede darse con las narices con este general que, derrotado por una mujer de poca luces y afecta al espiritismo, sólo vuelve a la Argentina para cumplir con los sueños que le transmite el cuerpo embalsamado de su primera mujer.
El Perón que, según la película, se dispone en 1972 a regresar definitivamente a la Argentina es un Perón marchito: por eso camina por las calles de Madrid –una vez que se ha despedido de la costurera- mientras suena el tango Volver…: sus compases no son sólo una concesión al sentimentalismo argentino.
No es una imagen demasiado inspiradora para un líder, pero al menos sirve para a exculparlo de decenas de asesinatos cometidos en su nombre cuando llegaba a Buenos Aires y echárselos, sin más, a la cuenta de un brujo y de una mujer espiritista.
Versión que, al mismo tiempo y sobre todo, es auto exculpatoria. Quienes apoyaron a Perón –y aún medran con su figura- tienen en las diversas formas de la teoría del entorno la coartada para no hacerse cargo alguno de los crímenes políticos cometidos por la triple A durante los gobiernos de Juan Perón y su señora esposa: un documental que pasaba el propio INCA esta semana los contaba hasta mil quinientos.
Por eso hacía falta también que la película no dijera ni una línea de la masacre de Ezeiza, ni de las circunstancias en que fue derrocado Cámpora, sino que tan sólo diera cuenta en una línea –para rematar el mensaje- que tras la muerte del general y con el gobierno de Isabelita, se desató la represión en la Argentina.
“La actitud de Juan D. Perón ante todos estos episodios es el centro del tabú que rodea a la masacre de Ezeiza, el más prohibido de todos los temas”, escribió en 1986 un Horacio Verbitsky, que, lejos de su pesada carga del periodismo militante de hoy, en ese año había llegado a la conclusión que Perón le había dado cobertura política a López Rega para convertir la expulsión de Cámpora en una “carnicería”.
Pero para cumplir los objetivos de la película, era necesario continuar con el tabú y seguir sin abordar el más prohibido de los temas. “Perón murió en 1974. Este episodio ya pertenece a la historia. Es hora de contarlo sin omisiones”, concluyó Verbitsky su libro sobre Ezeiza, allá por 1986. En 2013 sus socios políticos aún insisten con el cuento.
martes, 12 de febrero de 2013
Algunas preguntas por Luciano Jaime
Subido a su escritorio del diario El Intransigente y envuelto en una bandera argentina, el 20 de junio de 1973 Luciano Jaime celebraba el regreso de Perón. Ese feriado es soleado y apacible en Salta, pero en las primeras horas de la tarde ya llegan las noticias de los enfrentamientos de Ezeiza: las bandas de la derecha peronista atacan con sus armas a las organizaciones de la izquierda peronista y convierten en tragedia lo que se había presentado como celebración.
Menos de dos años después, el 12 de febrero de 1975, la violencia se ceba sobre el propio periodista de El Intransigente. Su cuerpo aparece explotado en El Encón, luego de señalar en sus crónicas a la policía de la provincia como responsable de la muerte del primer asesinato político que había ocurrido en Salta, el del militante de la izquierda peronista Eduardo Fronda, cometido en enero de ese año.
El entonces jefe de la Policía era el teniente coronel Miguel Gentil y su Director de Seguridad, Joaquín Guil. Gentil había sido nombrado en octubre de 1974 con la intervención federal dispuesta por María Estela Martínez de Perón. Guil, según consigna Ramiro Escotorín en su libro “Salta Montonera”, había sido nombrado antes por el propio Miguel Ragone, cediendo a las presiones de la derecha (peronista).
En sus prontuarios, ambos represores tienen una peculiar característica que poco y nada ha sido destacada: fueron funcionarios nombrados por el gobierno peronista que, lejos de tener que abandonar su cargo con el golpe, fueron ratificados por las autoridades militares. Ya fueron condenados por crímenes que cometieron antes del 24 de marzo –el secuestro del ex gobernador Ragone- y después, los fusilamientos de Palomitas.
Si este año los condena por el crimen de Jaime, el Tribunal Oral que los juzga cerrará la trama de su tragedia: el regreso de Perón y su señora esposa, que el periodista había celebrado abrazándose a la bandera argentina, marcó el inicio de una lógica violenta para dirimir conflictos que terminó con su propia vida, segada por represores avalados por aquellos a quienes había dado la bienvenida.
Varias lecturas de aquellos hechos borran toda responsabilidad de quienes gobernaban entonces en los crímenes políticos que se cometieron entre 1973 y comienzos de 1976. La más cínica de todas tal vez haya sido expuesta por el propio ex interventor Alejandro Mosquera en el juicio por el secuestro de Ragone, cuando dijo que la triple A sólo era un nombre de fantasía que en realidad encubría a las Fuerzas Armadas.
Ocupado en su objetivo prioritario de cambiar el nombre de la calle Caseros por el de Rosas –ese tipo de tareas tan importantes para la política local-, Mosquera tal vez no se había dado cuenta en 1975 que su designado jefe de Policía había llegado marchando desde los cuarteles.
Si la primera tarea de un periodista es la de hacer preguntas, hay algunas al respecto que prácticamente nunca se han hecho, al menos en público: ¿Porqué Gentil fue designado por la intervención federal dispuesta por el gobierno de Isabelita Perón? ¿Cuáles eran los méritos que vio esa administración para hacerle responsable de la seguridad de la provincia? ¿Qué pretendía de él? Poco importa en realidad si fue Mosquera el que los designó o –lo más verosímil- que el cordobés ya haya llegado con el mandato de nombrarlo.
¿Y qué decir de Guil, cuyos antecedentes en los apremios ilegales durante la dictadura anterior ya eran públicos y notorios?
En su libro “Un enemigo para la nación”, la historiadora Marina Franco recorre la trama de violencia y el tratamiento de la “subversión” en los años 1973 – 1976 en la Argentina, y da algunas claves para comenzar a responder las preguntas sobre aquel 1975 que había comenzado con derramamiento de sangre en Salta.
Para entender porqué Gentil fue nombrado en la jefatura de la policía salteña por la intervención de Martínez de Perón, tal vez sea indispensable tener en cuenta que el decreto del gobierno nacional argumentó que con la acefalía de poder no se podía luchar contra “el terrorismo y la subversión”. La norma atribuía esa acefalía a la “ineficacia represiva” del gobierno de Ragone frente a grupos perturbadores que dejaba a la población abandonada e indefensa.
Era octubre de 1974 y lo que desde Ezeiza en adelante dijo e hizo el propio Perón daba cuenta de cuán amplio podía ser el universo al que refería el término “subversivo” que debía reprimir la administración del interventor Alejandro Mosquera.
Uno de los primeros pasos para definir al enemigo subversivo fue la depuración ideológica que Perón inicia tras el asesinato en setiembre de 1973 del gremialista Rucci por parte de Montoneros –el general acababa de ser electo- y el intento de copamiento de un cuartel en Azul por parte del ERP (enero de 1974). El documento no sólo manda que los peronistas debían definirse públicamente contra los grupos marxistas, sino que también organiza en todos los distritos del partido un sistema de inteligencia, así se le llamaba a la delación.
En Salta el caldo de la violencia se cocía a fuego máximo. Asesinado Rucci, una marcha de la CGT advierte que la bandera de la Casa de Gobierno no había sido puesta media asta en señal de duelo, y decide tomarla denunciando que la administración de Ragone estaba “lleno de comunistas”.
La depuración dio cobertura al combate contra el enemigo interno del peronismo –al que se identificaba también como enemigo de la nación. Entre ellos se incluía a aquellos –los montoneros y el extenso universo del peronismo de izquierda en el que se ubicaba Ragone- a los que el propio Perón había apañado hasta hace poco, convencido de que sin ellos no llegaba al cincuenta por ciento de los votos.
La designación del comisario Alberto Villar –síntesis de la represión y fundador de la Triple A, según los Montoneros- como jefe de la Policía Federal no bien Perón inició su presidencia, las continuas denuncias internas del partido contra los infiltrados, el lenguaje médico quirúrgico con el que propio presidente urgía a terminar con los gérmenes patológicos dentro del peronismo, la expulsión de los “jóvenes imberbes” de la Plaza de Mayo, fueron jalones crecientes de la violencia con que desde el Estado se combatía a la “subversión”.
¿Haría falta citar de nuevo aquellas palabras de Perón cuando tras el intento de copamiento de Azul por parte del ERP pidió y obtuvo de los legisladores un endurecimiento de las leyes penales contra la subversión?: “Puestos a enfrentar la violencia con la violencia, nosotros tenemos más medios posibles para aplastarla y lo haremos a cualquier precio porque no estamos aquí de monigotes”.
Quedaba claro contra quiénes dirigía sus amenazas, que estaba dispuesto a cumplirlas. Y también que los periodistas que hacían preguntas incómodas y desafiaban las versiones oficiales podían convertirse en su objetivo. Militante de la izquierda peronista, la también periodista Ana Guzzetti le preguntó a Perón en la misma casa de Olivos sobre el accionar de las bandas parapoliciales de la derecha, que se habían cebado contra unidades básicas y sus dirigentes.
Perón se enojó, le preguntó el nombre, y unos días después Guzzetti fue secuestrada y torturada por una banda parapolicial. Era evidente que lo que hoy se conoce con el nombre de periodismo militante no contaba con la simpatía de Perón. (Que su caso haya quedado en el olvido en el canal estatal es aún más bochornoso que la evocación que Orlando Barone hizo de la periodista para enseñar que a Cristina Fernández no hay que molestarla con preguntas).
Era de esperar que con la muerte de Perón los conflictos internos del peronismo se exacerbaran, pese a la piedad exhibida por Isabelita, acompañada de López Rega, en el Congreso Eucarístico Nacional, que se celebró en la avenida Virrey Toledo, perdón, batalla de Salta, de la la capital salteña, en septiembre del 74, antesala de la intervención con la que un mes después arribarían Mosquera y Gentil.
Hasta entonces no era poco lo que había hecho el peronismo para mostrarle a un militar como Gentil –deseoso de aplicar la doctrina de la seguridad nacional que había aprendido en los cuarteles- y a un represor como Guil, cómo debía ocuparse de la seguridad en Salta, y cuáles debían ser sus objetivos prioritarios.
¿Cómo dimensionar la gravedad de la decisión de Isabelita y su interventor? ¿O era de prever que con la designación de Gentil se respetaran los derechos humanos en Salta? ¿Que se convocara a un conciliador diálogo partidario interno entre las distintas corrientes del peronismo? ¿Que estuvieran dispuestos a escuchar y a valorar a los periodistas que tuvieran la valentía de sospechar públicamente de la policía?
Precisamente, todo lo contrario. Menos aún cuando Isabel Perón involucra a las Fuerzas Armadas en el combate de la guerrilla en Tucumán. El comunicado de la secretaria de Prensa y Difusión citado por la historiadora Franco anuncia públicamente lo que ya la administración peronista había hecho con la designación de Gentil.
“El PEN, fiel intérpete del mandato que le confirieron las mayorías populares, ha decidido la intervención del Ejército en la lucha contra la subversión apátrida… La participación del Ejército responde a lo previsto por el gobierno nacional en materia de seguridad interior”. Fue difundido el 10 de febrero de 1975, dos días antes de que una bomba terminara con la vida de Jaime.
¿Porqué la historia oficial kirchnerista ha decidido silenciar esos hechos, como cuando la agencia estatal de noticias Telam, en el inicio del megajuicio en el que se incluye el caso Jaime, omitió deliberadamente consignar que su asesinato había ocurrido en febrero de 1975 y dio a entender que era un caso más de la dictadura?
¿Qué hace falta para que la administración de Isabel Perón y sus funcionarios respondan sobre los centenares de crímenes políticos cometidos en aquella época?
Falta, parece claro, voluntad política. Porque, ¿qué bien podría hacerle al gobierno de Cristina Fernández un paseo de Isabelita por algunos juzgados? ¿Qué provecho de que los argentinos hagan memoria de lo que le ocurrió a Guzzetti, de los violentos conflictos internos del peronismo, de la política de (in) seguridad del general Perón y de su sucesora y esposa, acicateada por cada atentado de Montoneros y del ERP? ¿De la designación de Alberto Villar por parte de Perón en la Federal, y de Miguel Gentil en la provincial por parte de Isabelita?
Vaya uno saber. Lo seguro es que sin hacerse preguntas y sin intentar responderlas, flaca es la memoria y la justicia que puede hacerse sobre un periodista dinamitado en El Encón, el 12 de Febrero de 1975, hace hoy 38 años.
lunes, 22 de octubre de 2012
¿Desde dónde, Forster?
Que las propuestas de Carl Schmitt, “jurista de derecha, católico y compañero de ruta del nacionalsocialismo en los años ’30”, constituyen una de las principales fuentes de inspiración de Carta Abierta y de otros intelectuales que impulsan la reforma de la Constitución Nacional, quedó muy en claro en la charla que el filósofo Ricardo Forster brindó el viernes pasado en la Cámara de Diputados de la Provincia de Salta.
Forster inició su alocución con el ya tradicional mensaje kirchenrista contra los periodistas: como no existe la objetividad, todos deberían explicitar su “desde dónde”: desde qué intereses, desde qué ideologías, y hasta desde qué biografía escriben. El “blanqueamiento” de la subjetividad, que han dado en llamar algunos estudiosos de las comunicaciones.
Evitó sin embargo dejar en claro desde dónde, desde qué teoría filosófica, había expuesto en la Legislatura sus críticas al liberalismo, su visión de la democracia plebiscitaria, sus sospechas sobre las instituciones, su exaltación del “decisionismo” de Néstor y Cristina: todos tópicos del filósofo alemán Carl Schmitt, que Forster conoce al dedillo.
Tuvo la delicadeza, sin embargo, de no reproducir las diatribas de Schmitt contra el parlamentarismo, en una sala de sesiones en la que todas las semanas se sientan más de ochenta legisladores que aún se piensan –o dicen serlo- representantes del pueblo de la provincia.
Fue el propio Forster quien en 2010, en un artículo de Página 12, describió al filósofo alemán como jurista de derecha, católico y compañero de ruta del nacional socialismo, es decir, del nazismo. En ese momento, alguien le había recordado su pasión sobre las ideas de Schmitt. Pero el integrante de Carta Abierta se defendió argumentando que otros filósofos como Jorge Dotti, Derrida y Agamben, estudiaron también a Schmitt, sin haberse convertido en nazis.
Antes, el propio Forster había ido un poco más allá: escribió que en ciertos pensadores reaccionarios, expresiones de la derecha más dura del siglo pasado, se pueden encontrar intuiciones intelectuales del carácter de la época que difícilmente se puedan hallar en el mundo de los pensadores progresistas: Aún se desconoce qué piensan José Pablo Feinmann, Horacio González y Eduardo Jozami sobre esa hipótesis. La respuesta dependerá de si se consideran de derecha o progresistas.
Pero mientras que algunos filósofos citados en su defensa por Forster concluyen que el pensamiento de Schmitt es la más clara formulación metafísica de los campos de concentración nazis, para el propio Forster y para Carta Abierta, ya no es solo un proveedor de intuiciones intelectuales, sino una inspiración clave para el combate contra el liberalismo, el impulso por la reforma de la Constitución y la apuesta por el liderazgo eterno de Cristina Fernández.
En definitiva, un jurista de la derecha más dura, un compañero de ruta de nacional socialismo se ha convertido en un inspirador clave del modelo político argentino progresista.
Cabe postular que la formación de Forster, su “desde dónde” académico, fue clave para que Carta Abierta diera en su última versión una definición schmittiana del kirchnerismo: “un modo de tomar decisiones bajo el acoso de severas circunstancias políticas”. Definición que el jurista de derecha debe estar aplaudiendo desde su tumba.
Forster, al ser invitado en Salta a comentar esa definición, se extendió el viernes pasado varios minutos alabando “el decisionismo” de Néstor Kirchner y su modo de redoblar la apuesta. Pintó al santacruceño como una criatura de Schmitt, aunque evitó dejar en claro quién era el padre de la criatura.
Se sabe que para Schmitt el núcleo duro de la política es la decisión que toma el líder en circunstancias extraordinarias, no el abstracto y acaso mentiroso orden jurídico que postula el liberalismo.
Siguiendo al pié de la letra la concepción del compañero de ruta del nacional socialismo, a lo largo de su exposición Forster se diferenció de aquellos que creen que la democracia es hija del liberalismo e incluso argumentó para que se concluyera que el liberalismo es lo opuesto de la democracia.
“Para algunos la democracia es hija del liberalismo. Para mí no, para mí la democracia es hija de la presión de los incontables de la historia para ser tenidos en cuenta en la suma democrática, contra los intereses del poder, contra los intereses de la elite, contra los intereses de la minorías, contra los intereses de aquellos que acaparaban la mayor parte de la riqueza”, definió.
¿Cómo se expresa esa presión? En la suma democrática de las mayorías exhaltadas por Forster, que a la vez se constituyen en la garantía de la Constitución. Las instituciones liberales –léase Corte de Justicia, Consejo de la Magistratura, la misma Constitución- no son garantías de la democracia: es la democracia la garantía de esas instituciones. La mayoría –y en concreto su líder que es el que toma las decisiones- se convierten en la primera y última regla.
Además del prácticamente explícito desprecio por las minorías, en especial por las minorías políticas, en la concepción democrática de Forster –lo mismo que en Schmitt- quedan formuladas las condiciones de incineración de los derechos y las libertades individuales.
Para Forster, la democracia no debería distribuir el “poder” –como ha intentado pensar, por ejemplo, Bobbio-, sino “el pan”. Este ideal que nadie podría objetar, sin embargo, encierra una definición de la convivencia política que el filósofo no quiso del todo explicitar en su discurso ante su auditorio salteño: el grupo que es identificado como opuesto a la distribución del pan es inmediatamente calificado como enemigo. De allí su sonsonete contra el consenso, y su enaltecimiento del conflicto.
La mala conciencia de esta versión argentina de Schmitt, sin embargo, no puede no expresarse. Pese a todo su enaltecimiento de la democracia plebiscitaria, la única vez que se refirió al golpe de Estado de 1976, Forster no se lamentó primero por el quebrantamiento de la voluntad de la mayoría, sino por el quebrantamiento del “estado de derecho”: acaso sabe que el orden jurídico era una garantía indispensable en un país cuya mayoría había elegido como presidente a un hombre viejo y ya casi incapaz, y que se hizo acompañar por su mujer, como vicepresidenta. Mujer electa democráticamente que, sin embargo, cuando ejerció la presidencia, amparó una banda estatal dedicada a violar sistemáticamente los derechos humanos: el crimen del periodista Luciano Jaime en Salta, en febrero de 1975; fue el crimen de un gobierno democrático.
Queda aún saber porqué Forster ya no quiere reconocer su “desde dónde”. Tal vez porque su inspiración en un hombre de la derecha más dura, compañero de ruta del nacional socialismo, no se lleva bien con sus públicos lamentos por el genocidio judío. Tal vez también porque queda muy en claro, que la intelectualidad nacional y popular se nutre del pensamiento de un alemán. Y que en sus luchas contras las libertades, han tenido que hacerse compañeros de ruta de uno de los hombres más reaccionarios del siglo pasado.
miércoles, 22 de febrero de 2012
Amor en Yavi
Del lado de Villazón, la cola alcanza hasta dos cuadras, cualquier día de febrero de 2012. Vienen de regreso de Machu Picchu y en la calle República Argentina, mientras esperan su turno en migraciones, gastan sus últimos bolivianos antes de volver a cruzar la frontera. Sentados al lado de los fardos de coca, las vendedoras le recitan el precio de los aguayos, los sombreros, las camperas de lana de oveja. En perfecta tonada porteña, algunos mochileros regatean el precio, una de las costumbres andinas que más han practicado estos días. Por puro prejuicio, uno adivina entre ellos a una joven veinteañera de Barrio Norte o un joven de San Isidro que en octubre se sacó una foto de rigor en el cerro Catedral, con sus compañeros de quinto. Muchos se han vestido multicolores, desde las medias hasta el gorro, como cerro de Purmamarca. El clima espiritual de la peregrinación al Cuzco se condensa en un muchacho de no más de veinticinco que camina por las calles de Villazón con mochila de lana, anchos pantalones de tonalidades ocres, chaqueta al tono. Todo coronado por una cabellera rubia, hecha rastas. Barba rala y mirada azul como un destello del cielo andino. Es verlo nada más y sentir uno la tentación de pedirle un mantra. Porque podía ser tomado también como un maestro oriental. Algunos vuelven con un charango o un sicu colgando de la mochila, con la esperanza de que la música que guardan allí pueda con el estruendo caótico de la gran ciudad. Pero el regreso puede no ser tan espiritual, ni tan sereno. Una pareja practicaba, una de estas noches, el amor en el atrio de la iglesia de Yavi –a pocos kilómetros de Villazón-, en ese mismo templo donde el marqués -no el de Sade sino el de Yavi,- escuchaba misa todos los días, hace nada más que dos siglos. Las derivas del amor –como tal vez haya pensado el marqués, no de Yavi sino el de Sade-, son impredecibles. Tras los gemidos, algunos vecinos del pueblito alcanzaron a escuchar una riña que terminó en súplica masculina, dirigida no al Altísimo, sino a su compañera. “¡Volvé nena, volvé ! ¡Por lo menos dejame algunos mangos para pagarme la vuelta!”.
viernes, 3 de febrero de 2012
La rubia Ferreira en el estadio del padre Martearena
Por los altavoces una voz enseña que la lectura es una pasión, igual que el fútbol, y anuncia que en el estadio se están distribuyendo cuentos gratuitos. Desde la hinchada se descuelga como una bandera el grito de “dale, daleeeé, dale Boooo…..”. No Borges –que no le gustaba para nada el fútbol- sino Boca, que va a enfrentarse en Salta a Santamarina por la Copa Argentina.
Falta una hora para que comience el partido y ya se puede recoger, olvidado en algún escalón, algún cuento de Osvaldo Soriano -editado y distribuido por el Ministerio de Educación en las gradas del futbol del verano 2012.
Cree el Ministerio –repleto de buenos propósitos como debe tener un Ministerio- que el público puede disfrutar una buena lectura mientras espera el partido. Pero cuando empiezo a leer “El penal más largo de mundo”, un joven se aparece por los pupitres de los periodistas e increpa: “¡Eh! ¿Qué piensan hacer aquí durante una hora? ¡Vayan a la conferencia del gobernador!”
Soriano estaba escribiendo que los jugadores eran lentos como burros y pesados como roperos, y que nadie se podía explicar cómo ganaban los partidos, si jugaban tan mal… No se refería por su puesto al Boca del primer tiempo -que todavía no lo había jugado-, sino a Estrella Polar, un equipo del Valle de Río Negro de fines de los cincuenta
La frase le hubiera venido de perlas a algún cronista, pero es que los periodistas no suelen leer…, no suelen leer antes de los partidos, ocupados en cuestiones tan importantes como si el técnico va a parar en la cancha un 4-3-2-1, o si fulano va jugar de punta o de enganche, o si cuántas horas, minutos y segundos que no juega Román.
El joven comunicador agradece como si fuera un gran favor que algún periodista se llegue a la conferencia donde el gobernador espera sacar su tajada del match promotor del turismo-el deporte-la lectura y los buenos modales: una foto, una frase repetida por los medios nacionales, que le ayude a seguir posicionándose. Verbo que los comunicadores deberían desterrar de una vez por todas, por equívoco y de mal gusto.
“Esta vez Capitanich, con el Boca-River, le ganó por lejos”, comenta a la ligera un colega, mientras deglute un pancho mini. Como dando por sentado que ya no hay fútbol sin política. Ni política sin fútbol. Parece darle la razón el diputado nacional y secretario general de los camioneros, Jorge Guaymás, cómodamente instalado, no en la popular, sino en un palco vidriado con LCD, camiseta de Boca pegada al cuerpo, soñándose Román. Por lo menos se nota que no tiene asesor de vestuario.
De de la promoción de la lectura, la voz del Estadio pasa intermitentemente a publicitar el Sindicato de Comercio, como si se tratase de una empresa que oferta servicios.
“¿Hasta cuándo podrá durar la Copa Argentina? Porque toda la guita para pagar los viajes, los árbitros, la pone la TV Pública, es decir el Estado. Y sólo en algunos partidos como estos hay recaudación”, reflexiona otro comunicador en diez segundos, antes de abandonarse, por noventa minutos, al periodismo militante. Militante de Boca.
Para ese momento Soriano escribe casi en la soledad absoluta: su partido y sus jugadores, parecen de un planeta diferente al de Boca, que sale a la cancha en medio de una nube de papelitos plateados lanzados por un cañón contratado por la TV digital, y de un show de fuegos artificiales pagados por el gobierno, y con un caché que Dios y la patria se lo demanden.
El Estrella Polar de Soriano, por el contrario, es un equipo miseria. Su entrenador, “un tipo de traje negro, bigotitos finos,un lunar en la frente, pucho apagado entre los labios, corría junto a la línea de toque” y azuzaba los jugadores con una vara de mimbre cuando pasaban a su lado. Bueno, es un poco más atractivo que Falcioni.
El arquero Díaz tenía casi cuarenta años y el pelo blanco “se le caía sobre la frente de indio araucano”.
Cuenta Soriano que después de jugar mal y ganar, festejaban con botellas de vino refrescadas en tierra húmeda, y más tarde en el prostíbulo de Santa Ana. Como si Santa Ana los tuviera.
Uno de los personajes del cuento es la rubia Ferreira, a quien el gato Díaz corteja mientras se prepara para atajar el “penal más largo del mundo”. En un momento, mientras conjeturaban a dónde se iba a tirar el arquero, la mina le dice al gato. “En esta vida nunca se sabe quién engaña a quién”.
En el Martearena, cuando ya Roncaglia acertó el empate, todos nos vemos en el mejor de los mundos posibles. La pasión, la lectura, el deporte, la fiesta popular, la euforia, esas cosas. Pero la frase de la rubia Ferreira lo convierte todo, por unos segundos, en un juego de simulacros. ¿Y si tiene razón, y todo es nada más que un engaña pichanga? ¿Y no es cierto que la pasión nos iguale a todos porque al final cada cual atiende su juego?
Díaz, de Estrella Polar, le ataja el penal a Constante Gauna, disculpen que le cuente el final. Y Orión - el apellido parece que se lo puso Soriano-, a Gáspari. Ya lo vieron mil veces en la tele. Fin del espectáculo, fin del relato. La gente sale del estadio en medio de la noche. Soriano, desde sus cuentos, sigue relatándonos un futbol que ha quedado tan lejos de estas copas oficiales como la estrella polar de este mundo.
Falta una hora para que comience el partido y ya se puede recoger, olvidado en algún escalón, algún cuento de Osvaldo Soriano -editado y distribuido por el Ministerio de Educación en las gradas del futbol del verano 2012.
Cree el Ministerio –repleto de buenos propósitos como debe tener un Ministerio- que el público puede disfrutar una buena lectura mientras espera el partido. Pero cuando empiezo a leer “El penal más largo de mundo”, un joven se aparece por los pupitres de los periodistas e increpa: “¡Eh! ¿Qué piensan hacer aquí durante una hora? ¡Vayan a la conferencia del gobernador!”
Soriano estaba escribiendo que los jugadores eran lentos como burros y pesados como roperos, y que nadie se podía explicar cómo ganaban los partidos, si jugaban tan mal… No se refería por su puesto al Boca del primer tiempo -que todavía no lo había jugado-, sino a Estrella Polar, un equipo del Valle de Río Negro de fines de los cincuenta
La frase le hubiera venido de perlas a algún cronista, pero es que los periodistas no suelen leer…, no suelen leer antes de los partidos, ocupados en cuestiones tan importantes como si el técnico va a parar en la cancha un 4-3-2-1, o si fulano va jugar de punta o de enganche, o si cuántas horas, minutos y segundos que no juega Román.
El joven comunicador agradece como si fuera un gran favor que algún periodista se llegue a la conferencia donde el gobernador espera sacar su tajada del match promotor del turismo-el deporte-la lectura y los buenos modales: una foto, una frase repetida por los medios nacionales, que le ayude a seguir posicionándose. Verbo que los comunicadores deberían desterrar de una vez por todas, por equívoco y de mal gusto.
“Esta vez Capitanich, con el Boca-River, le ganó por lejos”, comenta a la ligera un colega, mientras deglute un pancho mini. Como dando por sentado que ya no hay fútbol sin política. Ni política sin fútbol. Parece darle la razón el diputado nacional y secretario general de los camioneros, Jorge Guaymás, cómodamente instalado, no en la popular, sino en un palco vidriado con LCD, camiseta de Boca pegada al cuerpo, soñándose Román. Por lo menos se nota que no tiene asesor de vestuario.
De de la promoción de la lectura, la voz del Estadio pasa intermitentemente a publicitar el Sindicato de Comercio, como si se tratase de una empresa que oferta servicios.
“¿Hasta cuándo podrá durar la Copa Argentina? Porque toda la guita para pagar los viajes, los árbitros, la pone la TV Pública, es decir el Estado. Y sólo en algunos partidos como estos hay recaudación”, reflexiona otro comunicador en diez segundos, antes de abandonarse, por noventa minutos, al periodismo militante. Militante de Boca.
Para ese momento Soriano escribe casi en la soledad absoluta: su partido y sus jugadores, parecen de un planeta diferente al de Boca, que sale a la cancha en medio de una nube de papelitos plateados lanzados por un cañón contratado por la TV digital, y de un show de fuegos artificiales pagados por el gobierno, y con un caché que Dios y la patria se lo demanden.
El Estrella Polar de Soriano, por el contrario, es un equipo miseria. Su entrenador, “un tipo de traje negro, bigotitos finos,un lunar en la frente, pucho apagado entre los labios, corría junto a la línea de toque” y azuzaba los jugadores con una vara de mimbre cuando pasaban a su lado. Bueno, es un poco más atractivo que Falcioni.
El arquero Díaz tenía casi cuarenta años y el pelo blanco “se le caía sobre la frente de indio araucano”.
Cuenta Soriano que después de jugar mal y ganar, festejaban con botellas de vino refrescadas en tierra húmeda, y más tarde en el prostíbulo de Santa Ana. Como si Santa Ana los tuviera.
Uno de los personajes del cuento es la rubia Ferreira, a quien el gato Díaz corteja mientras se prepara para atajar el “penal más largo del mundo”. En un momento, mientras conjeturaban a dónde se iba a tirar el arquero, la mina le dice al gato. “En esta vida nunca se sabe quién engaña a quién”.
En el Martearena, cuando ya Roncaglia acertó el empate, todos nos vemos en el mejor de los mundos posibles. La pasión, la lectura, el deporte, la fiesta popular, la euforia, esas cosas. Pero la frase de la rubia Ferreira lo convierte todo, por unos segundos, en un juego de simulacros. ¿Y si tiene razón, y todo es nada más que un engaña pichanga? ¿Y no es cierto que la pasión nos iguale a todos porque al final cada cual atiende su juego?
Díaz, de Estrella Polar, le ataja el penal a Constante Gauna, disculpen que le cuente el final. Y Orión - el apellido parece que se lo puso Soriano-, a Gáspari. Ya lo vieron mil veces en la tele. Fin del espectáculo, fin del relato. La gente sale del estadio en medio de la noche. Soriano, desde sus cuentos, sigue relatándonos un futbol que ha quedado tan lejos de estas copas oficiales como la estrella polar de este mundo.
domingo, 1 de enero de 2012
Haciendo a la buena gente
Desde la televisión pública, decenas de actores, cantantes y estrellas de pantalla anuncian que han renunciado al “subsidio” por solidaridad con los que menos tienen y nos invitan a hacer lo mismo. Incluso algunos hacen saber que tienen la suerte de trabajar en lo que les gusta y que tienen un buen pasar.
Defecto profesional, los actores y cantantes representan allí un papel, el de la buena gente, esa que al final del anuncio el canal público dice que tiene la Argentina.
Son buenos actores. De esos a los que aplaudimos porque nos saben engañar. Están convencidos de lo que representan y nos convencen. Siguen un guión escrito por otros, representan algo que no son, pero les creemos el papel. Nos gusta esto: la vida sería poco soportable si nadie tuviera la osadía de engañarnos un poco.
De hecho nos conforta saber que habitamos en un suelo que tiene tan buena gente. Que, por ejemplo, deciden renunciar a ese subsidio por solidaridad con los que más lo necesitan.
No admiten, claro, que fue injusto que durante años el Estado les haya pagado parte de su consumo de luz o gas, a pesar de que tenían más que suficiente en su bolsillo para pagar la factura. Hacerlo hubiera sido más honesto, pero no daba con la talla de la buena gente que nos transmite la televisión pública.
No. Lo que dicen estas estrellas es que por solidaridad con los que menos tienen renuncian al subsidio. Practican ahora la virtud con un dinero que recibían del Estado a pesar de que no lo necesitaban.
Por buena gente también se hacen pasar los ricos que no tienen un mínimo de escrúpulos para amasar su fortuna y que con dinero no bien habido practican la beneficencia hacia los pobres. Practican a su manera el engaño: su solidaridad es sólo una pantalla para seguir gozando de sus privilegios.
De hecho, esta política parece haber sido diseñada por uno de esos ricachones: el dinero se redistribuirá sólo en la medida en que los beneficiados con los subsidios se llenen de buenos sentimientos y practiquen la solidaridad. Tal vez por ello la campaña se hace para las fiestas de fin de año cuando, como es sabido, todos nos llenamos de tan buenas intenciones.
Pero estas estrellas que aparecen en pantalla no son esos ricachones. Son simples actores, cantantes, que seguramente han adoptado como un mantra una idea de la presidenta: de qué sirve la libertad, si no hay igualdad.
Por eso una vez que hacen su anuncio vuelven a su pequeña cuadrícula individual en la pantalla que les ha dispuesto la televisión pública. Así los despide. Así tal vez los quiera ver al resto de los argentinos.
Defecto profesional, los actores y cantantes representan allí un papel, el de la buena gente, esa que al final del anuncio el canal público dice que tiene la Argentina.
Son buenos actores. De esos a los que aplaudimos porque nos saben engañar. Están convencidos de lo que representan y nos convencen. Siguen un guión escrito por otros, representan algo que no son, pero les creemos el papel. Nos gusta esto: la vida sería poco soportable si nadie tuviera la osadía de engañarnos un poco.
De hecho nos conforta saber que habitamos en un suelo que tiene tan buena gente. Que, por ejemplo, deciden renunciar a ese subsidio por solidaridad con los que más lo necesitan.
No admiten, claro, que fue injusto que durante años el Estado les haya pagado parte de su consumo de luz o gas, a pesar de que tenían más que suficiente en su bolsillo para pagar la factura. Hacerlo hubiera sido más honesto, pero no daba con la talla de la buena gente que nos transmite la televisión pública.
No. Lo que dicen estas estrellas es que por solidaridad con los que menos tienen renuncian al subsidio. Practican ahora la virtud con un dinero que recibían del Estado a pesar de que no lo necesitaban.
Por buena gente también se hacen pasar los ricos que no tienen un mínimo de escrúpulos para amasar su fortuna y que con dinero no bien habido practican la beneficencia hacia los pobres. Practican a su manera el engaño: su solidaridad es sólo una pantalla para seguir gozando de sus privilegios.
De hecho, esta política parece haber sido diseñada por uno de esos ricachones: el dinero se redistribuirá sólo en la medida en que los beneficiados con los subsidios se llenen de buenos sentimientos y practiquen la solidaridad. Tal vez por ello la campaña se hace para las fiestas de fin de año cuando, como es sabido, todos nos llenamos de tan buenas intenciones.
Pero estas estrellas que aparecen en pantalla no son esos ricachones. Son simples actores, cantantes, que seguramente han adoptado como un mantra una idea de la presidenta: de qué sirve la libertad, si no hay igualdad.
Por eso una vez que hacen su anuncio vuelven a su pequeña cuadrícula individual en la pantalla que les ha dispuesto la televisión pública. Así los despide. Así tal vez los quiera ver al resto de los argentinos.
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