miércoles, 29 de diciembre de 2010

Torturar los cuerpos para salvar las almas

Hace unos días el Concejo Deliberante aprobó un pedido para que la Dirección de Vialidad de Salta informe sobre el impacto ambiental que tendrá la construcción del nuevo camino al santuario de la Virgen del Cerro.
Más urgente, pero también más difícil de determinar, es saber hasta qué punto la Virgen del Cerro es un síntoma del ambiente que vivimos en Salta. O qué impacto social tendrá.
Porque en el cerro no sólo hay una mujer que dice que ve la Virgen a diario. Un debate sobre la verdad o no de esa afirmación puede ser tan fructífero y estimulante como discutir sobre el sexo de los ángeles.
En verdad no importa si la Virgen se aparece o no. Lo que importa es, por ejemplo, qué clase de mujer se propone como ideal. Qué recursos se utilizan para atraer más devotos. Cuál es la conciencia y la moral que se proponen entre los fieles. Que si sólo fueran fieles allá ellos, pero es que a la vez son nuestros vecinos, nuestros compatriotas, amigos, jefes, compañeros de trabajo, conciudadanos y, ¡ay!, gremialistas o funcionarios.
“¿Se aparecen la Virgen en Salta?”, es el título del libro de René Laurentin que, justamente, intenta poner como clave la cuestión de si sí o si no. Pero que de paso propone una lamentable imagen de la mujer, fomenta una experiencia atormentada de la vida y acude al viejo método de generar miedo y angustia para manipular las conciencias.
Un libro prologado por un obispo salteño, Marcelo Martorell, quien llega a quejarse de que se haya dicho “cualquier cosa de la vidente” y expresa su anhelo de que por esas páginas se la conozca mejor. En esto último no se ha equivocado.
Un misterioso designio divino hace sufrir a María Livia cuando comienzan las apariciones. Se pone fría como un cadáver, sus uñas se oscurecen, siente terrible dolor en el corazón, creía que se iba a morir. “Era un dolor muy intenso, por las almas, por todos los pecados”, le cuenta a Laurentin.
Así que en esta historia del cerro, el cuerpo de María Livia tiene que sufrir para expiar los pecados y salvar las almas. ¿Cuánto desprecio y odio al cuerpo puede caber en esas líneas que Laurentin nos cita? Desprecio y odio más antiguo que Platón y que Orígenes, aquel monje que se castró literalmente por el Reino de los Cielos.
Para salvar las almas, se ha dicho desde entonces, es necesario hacer sufrir los cuerpos. Aunque parece que en estos tiempos es mejor que sufra el cuerpo de la mujer.
Yo pienso todo lo contrario. Que el sufrimiento de una mujer sólo hace más inhumano este mundo. Y que una mujer que cuida y disfruta de su cuerpo es mucho mejor para todos, que aquella que lo ofrece para torturarlo por los pecados de los otros. ¿Qué, acaso será también deseable que una mujer acepte sufrir en su cuerpo la violencia por los otros, la violencia que producen los otros?
Pero esta teología rancia no se propone, ni mucho menos, hacer esta vida más feliz, ni más habitable este mundo. El mundo no puede ser nunca una casa, sino sólo un sitio de tormentos. Laurentin nos comunica que la vidente sabe secretos de acontecimientos graves. Que vio tres días de tinieblas. Que todo dependerá de cómo se comporten los hombres. Pero que esos secretos los hará a conocer cuando Dios lo quiera.
Sólo un poco de atención, de valentía, de razón, de curiosidad –facultades nada sobrenaturales, por cierto- harían falta para ver la cantidad de injusticias presentes, de estupidez humana, de sufrimiento evitable, de negociados, de pobreza, de vidas fracasadas que hay aquí no más, en Salta.
Pero no. Lo que la vidente ve son acontecimientos graves y futuros. Quien le escucha no puede saber en qué consisten, porque Dios aún no lo ha permitido. Así que, hasta que se produzca el nihil obstat divino no queda otra que angustiarse, temer, estar atentos a ver qué dice la vidente de lo que tenemos que hacer, subir al cerro los sábados. No vaya que sea cierto.
(¿Cómo se puede creer en un Dios que chantajee las conciencias con los mismos métodos con que un brujo intenta sujetarnos al miedo para que le paguemos más consultas?)
Y también asistir los domingos por la mañana a los galpones de ATSA para escucharla. Donde unos segundos de serenidad y de consuelo, se pagarán no con dinero, sino al caro precio de extender el sentimiento de culpa y de angustia y de vergüenza de sí mismo a toda la vida.
Porque en la vidente Laurentin dice que no ve “ni una sombra de egoísmo de ego como existe en todos los seres humanos”. El cura especialista en apariciones se lamenta de “nuestro “yo” irremplazable, reforzado por nuestro narcisismo, posesividad, instinto de dominación, auto justificación”.
Todo lo que hagamos por nosotros mismos, se repite en el galpón del gremio de Eduardo Ramos, está inspirado por el demonio. Y uno tiene que sentir culpa ante el sacerdote por esos pecados: por los que recuerda y por los que no recuerda.
Así que nada de amor por sí mismo, nada de cuidado de sí mismo, nada de valoración de uno mismo, nada de sentimiento de dignidad propia. Nada de pensar por sí mismo, nada de querer por sí mismo, nada de sentir por sí mismo, nada de desear por sí mismo.
En cambio, sí autoflagelación, sí tortura de sí mismo, sí auto desprecio, sí vergüenza de sí mismo. Sí negación de uno mismo. Parece que hasta someterse.
En la teología del cerro, nada más querer vivir es una falta, que debe pagarse con menos vida. Por eso viene como anillo al dedo para quienes ya no tienen deseo de vivir. Y por tanto, para quienes esta vida ya no tiene valor, o tal vez sólo uno: la de ser moneda de cambio para acceder a una vida de ultratumba.
Nada parece importar, sin embargo, a muchos empresarios, funcionarios y dirigentes, muy dispuestos a mirar a otro lado, con tal que cada cual pueda hacer su negocio. Sólo alcanzan a pensar que los hoteles repletos los fines de semana bien valen su silencio y los diez millones que saldrá el nuevo camino que atravesará el cerro.

Convicciones

Qué trabajo complicado dieron los constituyentes de Salta a los funcionarios de Educación. Artículo 48: “Los padres y en su caso los tutores, tienen derecho a que sus hijos o pupilos reciban en la escuela pública la educación religiosa que esté de acuerdo con sus propias convicciones”.

Porque ya es difícil y me atrevería a decir que imposible, por ejemplo, saber cuáles son las convicciones religiosas de nuestro ministro de Educación, que se ha tomado tan a pecho el precepto constitucional.

O las de su gobernador. O las de cada uno de sus funcionarios. Imagínense entonces qué tan fácil puede resultarle a la directora de una primaria pública averiguar las convicciones religiosas de cada uno de los padres de sus alumnos.

A fin ayudar en tan encomiable tarea constitucional, propongo algunas preguntas para un cuestionario que debería ser llenado en la escuela pública no bien el padre o tutor formule el pedido de que su hijo sea educado en sus convicciones religiosas.

a) ¿Está usted convencido de que puede ir al infierno? Respuestas posibles: Sí. No. Maso. Váyase usted al infierno.

b) ¿Cree que puede caer en la tentación del demonio? Sí. No. Maso. Váyase usted al demonio.

c) ¿Está convencido que puede llegar a fundirse en el nirvana? No. Si. Maso… Que la recontra por si acaso.

Y así. Al último habría que dejar unas diez hojas en blanco para que cada uno, si puede, exprese más detalladamente cómo cree que es Dios, cómo que no es. Si tiene intermediarios aquí abajo, qué cultos son los más adecuados para honrarle, qué conductas pide a quienes les siguen.

Es posible entonces que el docente tenga que estudiar qué gracias otorga el Gauchito Gil, cuál fue la verdadera historia de la Difunta Correa, cuántas veces y cómo se aparece la Virgen en el cerro, cuántas en el árbol del barrio Santa Lucía.

Qué significa la New Age. Qué se come en la semana del perdón. Con qué hay que homenajear a la Pachamama. ¿Y a San Expedito? ¿Y Juana Figueroa?

Y en cualquier momento, debido a estos tiempos globales que nos toca vivir, qué tiene el cielo que promete Mahoma y cómo se llega. Y cuál es la sabiduría de Confucio.

Me imagino tan variadas las convicciones religiosas de los salteños –esas que se cultivan en privado, y que no necesariamente se profesan en público- que un instituto de ciencias sagradas que pretenda formar docentes para educar a sus alumnos en las convicciones religiosas de sus padres parece una locura comparable a la de ese personaje de un cuento de Borges, que quería pintar todo el universo en una poesía.

Y que no vengan unos padres que se llamen a sí mismos ateos religiosos y, amparados en el precepto constitucional, quieran que se les enseñe a sus hijos los fundamentos del ateísmo en la escuela pública. Sus dogmas, su moral y hasta sus ritos, porque capaz que los tienen. Ahí sí que los quiero ver.

Quienes en 2008 sancionaron la ley de educación provincial deben haber visto así de complicada la aplicación del precepto constitucional. Entonces, de buenas a primeras mandaron que “los contenidos y la habilitación docente requerirán el aval de la respectiva autoridad religiosa”.

Buena manera de aplicar un precepto constitucional imposible, negándolo.

¿No era que la enseñanza religiosa se iba a impartir respetando las convicciones religiosas de los padres o tutores? Entonces, ¿cómo es posible que la ley establezca que será la autoridad religiosa la que avale los contenidos? ¿Cómo saben que las convicciones religiosas de los habitantes de cada provincia coinciden con los de la autoridad religiosa?

Está claro que, para los legisladores del 2008, sólo la autoridad religiosa puede saber cuáles son las “verdaderas” convicciones religiosas de los salteños y puede, además, elegir a los que las enseñen.

Así, por obra y gracia de la ley de educación, se pasó del supuesto reconocimiento constitucional de un derecho individual, a la sanción de las prerrogativas de una jerarquía. En Salta, las convicciones religiosas necesitan, para ser enseñadas, de su nihil obstat.

Por mi parte, tengo que “el cuidado del alma de cada hombre le corresponde a él mismo y debe ser dejado a él sólo”, como ha dicho un filósofo cuyo nombre no recuerdo ahora mismo. Y si libremente alguien quiere integrar una comunidad religiosa donde las verdades se transmitan por medio de la autoridad, que lo haga.

Pero que ninguna ley civil consagre el principio de que sólo la autoridad religiosa puede educar en religión. ¿No está claro que los constituyentes y legisladores metieron al Estado en un campo que no les compete?

Algunos podrán llamar a esto laicismo. Sería exagerado. Yo pienso, nada más, que sería un paso para una política y una gestión de gobierno laicas.

Por Andrés Gauffin