jueves, 6 de junio de 2013

Los cínicos sirven para este oficio

Pocos años antes de morir, el periodista polaco Riszard Kapuscinski dictó una conferencia que dio nombre a uno de sus últimos libros: “Los cínicos no sirven para este oficio”. Y pese al evidente choque con su título, este artículo no pretende en modo alguno contradecirlo. ¡Si no todo lo contrario! Afecto a la cultura griega –escribió “Viajes con Heródoto”- Kapuscinski hubiera podido escribir con más gracia que muchos académicos sobre Diógenes, ese filósofo de la antigüedad del que comúnmente sabemos que vivía en un tonel y que siempre, incluso de día, andaba con una lámpara en la mano. No ha dejado nada escrito así que de su filosofía sólo contamos con algunos pensamientos que recogió otro Diógenes en un libro, lo mismo que algunas de sus anécdotas más sabrosas. Una día como tantos, contó su tocayo, nuestro Diógenes tomaba sol acompañado de su mejor amigo, su perro, con su barba, su bastón y su lámpara, hasta que alguien le hizo sombra. Era el grandísimo Alejandro Magno, que había escuchado de su fama y buscaba congraciarse con el filósofo, con el propósito tal vez –el poder tiene esas costumbres hoy y siempre- de hacerlo su vocero. -Dime lo que desees y te lo concedo, le dijo el emperador al linyera. -¡Claro! Hacete a un lao, (el localismo es mío) que me estás tapando el sol. Decenas de hermeneutas ya han interpretado esa famosa respuesta de Diógenes, pero parece claro que con un par de verbos y sustantivos, el filósofo desacralizó al emperador y se puso muy a distancia de los beneficios de su poder: prefería pensar solo mientras tomaba el sol del Mediterráneo y –disculpen la imaginación- chupaba una mandarina. Platón, blanco de las más ácidas invectivas de Diógenes, hizo lo posible por hacerlo desaparecer de la historia de la filosofía, pero la memoria del linyera pudo sobrevivir como la de aquel que fundó la escuela de los cínicos, que así se llamaban los filósofos que huían de los convencionalismos que imponían quienes cortaba el queso real y académico de la antigua Grecia. Por supuesto, cuando Kapuscinski dio su famosa conferencia no estaba pensando en Diógenes, sino en el significado que mucho más tarde, por obra de los azares del lenguaje, tomó la palabra cínico y que recoge el diccionario: el que miente sin vergüenza, o como cantaría Serrat, con naturalidad. Y cómo van a servir para este oficio los que llaman blanco lo que es negro, sin sonrojarse siquiera. No es sólo que no sirven, es que lo están destruyendo: lo hacen, al revés de lo que deseaba García Márquez, el peor oficio del mundo. Pero también, cómo el oficio se recompone cuando un periodista, aunque no sepa nada del Diógenes que prefirió el sol y sus propios pensamientos a los favores del emperador, elige alguna vez ser fiel a sí mismo. A sus propias preguntas, y a lo que ha visto, oído, o leído, para intentar sus propias respuestas, antes que leal a quienes irradian poder para convertirse en sus comunicadores. Cómo le da nuevo impulso al periodismo aquel que huye de los estereotipos y los convencionalismos, de las agendas y los temas impuestos desde un atril o desde una dirección del medio y pone como estandarte su propia duda, su propia pregunta, y hasta su agenda, y comete su propio reportaje, aunque sea en grado de tentativa. Cómo dignifica el oficio el que prefiere mil veces recrear el lenguaje, pulir su nota, acertar en una perspectiva, a recibir el regalo ritual del siete de junio, la palmada paternal y cómplice, sólo para salir después obligado multiplicar sus tristes lugares comunes. Y cómo aquel que nunca ha intentado siquiera una vez alejarse un poco del poder para experimentar el suyo propio, suele transigir con sus mentiras. Cómo el que no ha recorrido el camino del cinismo del Diógenes, termina practicando el cinismo que lamentaba Kapuscinski y que no sirve para el oficio. A aquellos , por supuesto, en el día del periodista, salud y largo y fecundo oficio, que mucha falta nos hacen.

domingo, 12 de mayo de 2013

El cuento de la caberetera que derrotó al general

Pocas veces una película se estrena tan en el momento justo, como “Puerta de Hierro”, dirigida por Víctor Laplace, quien también hace de Juan Domingo Perón. Justo cuando se están cumpliendo los cuarenta años de la elección de Héctor Cámpora -11 de marzo de 1973-, de su asunción como presidente -25 de mayo de 1973-, de la masacre de Ezeiza en el regreso de Perón -20 de junio de 1973-, y de la expulsión de Cámpora del gobierno – la película le llama renuncia- en los primeros días de julio de 1973. Justo también cuando la Justicia tiene que empezar a decidir acerca de la responsabilidad de la triple A –y de sus amparadores políticos- en algunos crímenes cometidos de 1973 a 1975. Justo cuando a una jueza argentina se le ocurre comenzar a tomar declaración de víctimas de la dictadura del generalísimo, así se hacía llamar, Francisco Franco. Aunque supuestamente filmada para narrar los últimos años de Perón en Madrid, hasta 1972, la película financiada por el Instituto Nacional de Cine Argentino y los gobiernos peronistas de Chaco y San Juan está hecha justamente para terminar sepultar en el olvido aquella historia de 40 años. Para oficializar en el cine nacional y popular la versión exculpatoria de Perón sobre los centenares de asesinatos cometidos por la AAA –incluida la masacre de Ezeiza- e inducir que esa violencia fue posible sólo por la locura de un brujo llamado López Rega. Y para dar a entender que, a pesar de haber sido protegido por Franco en sus 17 años de exilio, Perón nunca tuvo nada que ver esa dictadura. De allí precisamente, la aparición de Sofía, una costurera hija de republicanos, cuya inexplicable aparición en la película hace demasiado evidente el maquillaje al ex presidente. Por supuesto, la costurera termina rendida de admiración ante nuestro gran argentino. El mensaje está muy claro: Perón no es un aliado de Franco, sino alguien a quien admirarían los mismos republicanos españoles masacrados por el generalísimo. Refuerza esa idea un diálogo proporcionado por las fantasías de Laplace y Dieguillo Fernández, su socio en la dirección. Mientras planean el primer intento de regreso, Perón les dice a sus aliados que es “más amigo de Castro que de Franco”. Parece que el general no sabía apreciar todo lo que el dictador hacía por él: la misma película muestra que la quinta 17 de Octubre está bien resguardada por la policía de Franco y que el primer y fallido intento de regreso se hace a bordo de un avión de la compañía estatal española. A este punto, uno espectador del común se pregunta por qué Perón –si era tan amigo de Castro- quiso seguir en la España nacional católica de Franco, acompañado de María Estela y su brujo en Madrid, y no se marchó a La Habana en busca de sus amigos y con la mujer española que lo admiraba, que además era mucho más bonita e inteligente que la cabaretera que había conocido en Panamá. Pero no. El viejo decide quedarse en Madrid, con Isabelita y el brujo, sin que el guionista sugiera alguna explicación para tamaño desafío al sentido común que asume el Perón-Laplace. Y vaya si tenía motivos para marcharse de Puerta de Hierro. En un momento, Perón espía tras una puerta cómo su mujer ensaya un encendido discurso político, bajo la dirección de López Rega, preparándose para asumir el papel de conductora del movimiento cuando su esposo desaparezca. Ni una pista acerca de por qué Perón sólo atina a mover, contrariado, la cabeza. Filmada para remozar la antigua teoría de que Perón fue víctima del entorno, la película de Laplace usa una metáfora sugestiva para remachar el mensaje: una sesión de esgrima de la pareja en la quinta 17 de Octubre termina cuando Isabelita le acierta una estocada en el pecho a Perón: el entorno ha derrotado al líder; la cabaretera, al gran estratega. Que de todos modos, según la película y para restarle aún más méritos al general, regresa a la Argentina no para cumplir un proyecto propio, sino el de Eva Perón, con cuyo cadáver dialoga en la quinta antes del retorno. Perón sólo se justifica por Eva. Quien se tome demasiado en serio la imagen heroica que de Perón brinda algunos pasajes de la película puede darse con las narices con este general que, derrotado por una mujer de poca luces y afecta al espiritismo, sólo vuelve a la Argentina para cumplir con los sueños que le transmite el cuerpo embalsamado de su primera mujer. El Perón que, según la película, se dispone en 1972 a regresar definitivamente a la Argentina es un Perón marchito: por eso camina por las calles de Madrid –una vez que se ha despedido de la costurera- mientras suena el tango Volver…: sus compases no son sólo una concesión al sentimentalismo argentino. No es una imagen demasiado inspiradora para un líder, pero al menos sirve para a exculparlo de decenas de asesinatos cometidos en su nombre cuando llegaba a Buenos Aires y echárselos, sin más, a la cuenta de un brujo y de una mujer espiritista. Versión que, al mismo tiempo y sobre todo, es auto exculpatoria. Quienes apoyaron a Perón –y aún medran con su figura- tienen en las diversas formas de la teoría del entorno la coartada para no hacerse cargo alguno de los crímenes políticos cometidos por la triple A durante los gobiernos de Juan Perón y su señora esposa: un documental que pasaba el propio INCA esta semana los contaba hasta mil quinientos. Por eso hacía falta también que la película no dijera ni una línea de la masacre de Ezeiza, ni de las circunstancias en que fue derrocado Cámpora, sino que tan sólo diera cuenta en una línea –para rematar el mensaje- que tras la muerte del general y con el gobierno de Isabelita, se desató la represión en la Argentina. “La actitud de Juan D. Perón ante todos estos episodios es el centro del tabú que rodea a la masacre de Ezeiza, el más prohibido de todos los temas”, escribió en 1986 un Horacio Verbitsky, que, lejos de su pesada carga del periodismo militante de hoy, en ese año había llegado a la conclusión que Perón le había dado cobertura política a López Rega para convertir la expulsión de Cámpora en una “carnicería”. Pero para cumplir los objetivos de la película, era necesario continuar con el tabú y seguir sin abordar el más prohibido de los temas. “Perón murió en 1974. Este episodio ya pertenece a la historia. Es hora de contarlo sin omisiones”, concluyó Verbitsky su libro sobre Ezeiza, allá por 1986. En 2013 sus socios políticos aún insisten con el cuento.

martes, 12 de febrero de 2013

Algunas preguntas por Luciano Jaime

Subido a su escritorio del diario El Intransigente y envuelto en una bandera argentina, el 20 de junio de 1973 Luciano Jaime celebraba el regreso de Perón. Ese feriado es soleado y apacible en Salta, pero en las primeras horas de la tarde ya llegan las noticias de los enfrentamientos de Ezeiza: las bandas de la derecha peronista atacan con sus armas a las organizaciones de la izquierda peronista y convierten en tragedia lo que se había presentado como celebración. Menos de dos años después, el 12 de febrero de 1975, la violencia se ceba sobre el propio periodista de El Intransigente. Su cuerpo aparece explotado en El Encón, luego de señalar en sus crónicas a la policía de la provincia como responsable de la muerte del primer asesinato político que había ocurrido en Salta, el del militante de la izquierda peronista Eduardo Fronda, cometido en enero de ese año. El entonces jefe de la Policía era el teniente coronel Miguel Gentil y su Director de Seguridad, Joaquín Guil. Gentil había sido nombrado en octubre de 1974 con la intervención federal dispuesta por María Estela Martínez de Perón. Guil, según consigna Ramiro Escotorín en su libro “Salta Montonera”, había sido nombrado antes por el propio Miguel Ragone, cediendo a las presiones de la derecha (peronista). En sus prontuarios, ambos represores tienen una peculiar característica que poco y nada ha sido destacada: fueron funcionarios nombrados por el gobierno peronista que, lejos de tener que abandonar su cargo con el golpe, fueron ratificados por las autoridades militares. Ya fueron condenados por crímenes que cometieron antes del 24 de marzo –el secuestro del ex gobernador Ragone- y después, los fusilamientos de Palomitas. Si este año los condena por el crimen de Jaime, el Tribunal Oral que los juzga cerrará la trama de su tragedia: el regreso de Perón y su señora esposa, que el periodista había celebrado abrazándose a la bandera argentina, marcó el inicio de una lógica violenta para dirimir conflictos que terminó con su propia vida, segada por represores avalados por aquellos a quienes había dado la bienvenida. Varias lecturas de aquellos hechos borran toda responsabilidad de quienes gobernaban entonces en los crímenes políticos que se cometieron entre 1973 y comienzos de 1976. La más cínica de todas tal vez haya sido expuesta por el propio ex interventor Alejandro Mosquera en el juicio por el secuestro de Ragone, cuando dijo que la triple A sólo era un nombre de fantasía que en realidad encubría a las Fuerzas Armadas. Ocupado en su objetivo prioritario de cambiar el nombre de la calle Caseros por el de Rosas –ese tipo de tareas tan importantes para la política local-, Mosquera tal vez no se había dado cuenta en 1975 que su designado jefe de Policía había llegado marchando desde los cuarteles. Si la primera tarea de un periodista es la de hacer preguntas, hay algunas al respecto que prácticamente nunca se han hecho, al menos en público: ¿Porqué Gentil fue designado por la intervención federal dispuesta por el gobierno de Isabelita Perón? ¿Cuáles eran los méritos que vio esa administración para hacerle responsable de la seguridad de la provincia? ¿Qué pretendía de él? Poco importa en realidad si fue Mosquera el que los designó o –lo más verosímil- que el cordobés ya haya llegado con el mandato de nombrarlo. ¿Y qué decir de Guil, cuyos antecedentes en los apremios ilegales durante la dictadura anterior ya eran públicos y notorios? En su libro “Un enemigo para la nación”, la historiadora Marina Franco recorre la trama de violencia y el tratamiento de la “subversión” en los años 1973 – 1976 en la Argentina, y da algunas claves para comenzar a responder las preguntas sobre aquel 1975 que había comenzado con derramamiento de sangre en Salta. Para entender porqué Gentil fue nombrado en la jefatura de la policía salteña por la intervención de Martínez de Perón, tal vez sea indispensable tener en cuenta que el decreto del gobierno nacional argumentó que con la acefalía de poder no se podía luchar contra “el terrorismo y la subversión”. La norma atribuía esa acefalía a la “ineficacia represiva” del gobierno de Ragone frente a grupos perturbadores que dejaba a la población abandonada e indefensa. Era octubre de 1974 y lo que desde Ezeiza en adelante dijo e hizo el propio Perón daba cuenta de cuán amplio podía ser el universo al que refería el término “subversivo” que debía reprimir la administración del interventor Alejandro Mosquera. Uno de los primeros pasos para definir al enemigo subversivo fue la depuración ideológica que Perón inicia tras el asesinato en setiembre de 1973 del gremialista Rucci por parte de Montoneros –el general acababa de ser electo- y el intento de copamiento de un cuartel en Azul por parte del ERP (enero de 1974). El documento no sólo manda que los peronistas debían definirse públicamente contra los grupos marxistas, sino que también organiza en todos los distritos del partido un sistema de inteligencia, así se le llamaba a la delación. En Salta el caldo de la violencia se cocía a fuego máximo. Asesinado Rucci, una marcha de la CGT advierte que la bandera de la Casa de Gobierno no había sido puesta media asta en señal de duelo, y decide tomarla denunciando que la administración de Ragone estaba “lleno de comunistas”. La depuración dio cobertura al combate contra el enemigo interno del peronismo –al que se identificaba también como enemigo de la nación. Entre ellos se incluía a aquellos –los montoneros y el extenso universo del peronismo de izquierda en el que se ubicaba Ragone- a los que el propio Perón había apañado hasta hace poco, convencido de que sin ellos no llegaba al cincuenta por ciento de los votos. La designación del comisario Alberto Villar –síntesis de la represión y fundador de la Triple A, según los Montoneros- como jefe de la Policía Federal no bien Perón inició su presidencia, las continuas denuncias internas del partido contra los infiltrados, el lenguaje médico quirúrgico con el que propio presidente urgía a terminar con los gérmenes patológicos dentro del peronismo, la expulsión de los “jóvenes imberbes” de la Plaza de Mayo, fueron jalones crecientes de la violencia con que desde el Estado se combatía a la “subversión”. ¿Haría falta citar de nuevo aquellas palabras de Perón cuando tras el intento de copamiento de Azul por parte del ERP pidió y obtuvo de los legisladores un endurecimiento de las leyes penales contra la subversión?: “Puestos a enfrentar la violencia con la violencia, nosotros tenemos más medios posibles para aplastarla y lo haremos a cualquier precio porque no estamos aquí de monigotes”. Quedaba claro contra quiénes dirigía sus amenazas, que estaba dispuesto a cumplirlas. Y también que los periodistas que hacían preguntas incómodas y desafiaban las versiones oficiales podían convertirse en su objetivo. Militante de la izquierda peronista, la también periodista Ana Guzzetti le preguntó a Perón en la misma casa de Olivos sobre el accionar de las bandas parapoliciales de la derecha, que se habían cebado contra unidades básicas y sus dirigentes. Perón se enojó, le preguntó el nombre, y unos días después Guzzetti fue secuestrada y torturada por una banda parapolicial. Era evidente que lo que hoy se conoce con el nombre de periodismo militante no contaba con la simpatía de Perón. (Que su caso haya quedado en el olvido en el canal estatal es aún más bochornoso que la evocación que Orlando Barone hizo de la periodista para enseñar que a Cristina Fernández no hay que molestarla con preguntas). Era de esperar que con la muerte de Perón los conflictos internos del peronismo se exacerbaran, pese a la piedad exhibida por Isabelita, acompañada de López Rega, en el Congreso Eucarístico Nacional, que se celebró en la avenida Virrey Toledo, perdón, batalla de Salta, de la la capital salteña, en septiembre del 74, antesala de la intervención con la que un mes después arribarían Mosquera y Gentil. Hasta entonces no era poco lo que había hecho el peronismo para mostrarle a un militar como Gentil –deseoso de aplicar la doctrina de la seguridad nacional que había aprendido en los cuarteles- y a un represor como Guil, cómo debía ocuparse de la seguridad en Salta, y cuáles debían ser sus objetivos prioritarios. ¿Cómo dimensionar la gravedad de la decisión de Isabelita y su interventor? ¿O era de prever que con la designación de Gentil se respetaran los derechos humanos en Salta? ¿Que se convocara a un conciliador diálogo partidario interno entre las distintas corrientes del peronismo? ¿Que estuvieran dispuestos a escuchar y a valorar a los periodistas que tuvieran la valentía de sospechar públicamente de la policía? Precisamente, todo lo contrario. Menos aún cuando Isabel Perón involucra a las Fuerzas Armadas en el combate de la guerrilla en Tucumán. El comunicado de la secretaria de Prensa y Difusión citado por la historiadora Franco anuncia públicamente lo que ya la administración peronista había hecho con la designación de Gentil. “El PEN, fiel intérpete del mandato que le confirieron las mayorías populares, ha decidido la intervención del Ejército en la lucha contra la subversión apátrida… La participación del Ejército responde a lo previsto por el gobierno nacional en materia de seguridad interior”. Fue difundido el 10 de febrero de 1975, dos días antes de que una bomba terminara con la vida de Jaime. ¿Porqué la historia oficial kirchnerista ha decidido silenciar esos hechos, como cuando la agencia estatal de noticias Telam, en el inicio del megajuicio en el que se incluye el caso Jaime, omitió deliberadamente consignar que su asesinato había ocurrido en febrero de 1975 y dio a entender que era un caso más de la dictadura? ¿Qué hace falta para que la administración de Isabel Perón y sus funcionarios respondan sobre los centenares de crímenes políticos cometidos en aquella época? Falta, parece claro, voluntad política. Porque, ¿qué bien podría hacerle al gobierno de Cristina Fernández un paseo de Isabelita por algunos juzgados? ¿Qué provecho de que los argentinos hagan memoria de lo que le ocurrió a Guzzetti, de los violentos conflictos internos del peronismo, de la política de (in) seguridad del general Perón y de su sucesora y esposa, acicateada por cada atentado de Montoneros y del ERP? ¿De la designación de Alberto Villar por parte de Perón en la Federal, y de Miguel Gentil en la provincial por parte de Isabelita? Vaya uno saber. Lo seguro es que sin hacerse preguntas y sin intentar responderlas, flaca es la memoria y la justicia que puede hacerse sobre un periodista dinamitado en El Encón, el 12 de Febrero de 1975, hace hoy 38 años.