lunes, 19 de diciembre de 2011

Las apariciones en el cerro y los pechos de Sophie

Suelo quedar profundamente conmovido cuando leo las crónicas de El Tribuno sobre las devociones en el cerro. Y no es que me transformen en un creyente de las apariciones, sino en un admirador de la piedad y la unción de quienes dirigen el matutino. “Se consagraron a la Virgen miles de fieles de todo el país”, titulaba en una edición reciente. “El altar de la Inmaculada Madre estaba impregnado de aroma de rosas”, dice la crónica, embriagadora. “María Livia irradia el cielo y la luz de Dios porque la Virgen la formó”, ponía para encabezar la entrevista al sacerdote especialista en apariciones. Las páginas del diario levitan, de tanta devoción. Pero si tiene que hablar de la mujer, el matutino no se anda con medias tintas: bastaba –después de leer las crónicas de las devociones del 9 de diciembre- con “bajar” en la misma pantalla de inicio. Uno se enteraba entonces que “La bebota de GH levantó la apuesta y ahora hizo un topless”. La bajada aclaraba que la mujer “se sacó la parte de arriba de su malla y exhibió sus voluptuosos pechos, dedicando este acto a todos sus fans”. Victoria Irouleguy se aparecía en video sin túnicas casi como vino al mundo. Casi. También el devoto matutino nos mostraba la cola más bonita de Brasil, “el trasero más impresionante del país”. Y para quienes no habían logrado conmoverse, la página de inicio exhibía los pechos más hermosos del mundo, los de la botinera inglesa Sophie Howard. “Posee las curvas más admiradas por los jugadores de todo el mundo que militan en los principales equipos de ese país”. En tiempos de crisis de la comunicación, El Tribuno encontró su nicho: con un par de cliks dentro de su sitio se puede pasar de la pasión de la carne, a la más pura devoción. Del vicio a la virtud. Del pecado, al perdón de la culpa. Y viceversas. Pero no es que el matutino tenga una doble identidad, una espiritual y otra carnal. Porque ellas muestran sus tetas y sus culos, pero el cronista nunca se calienta, a lo más queda admirado. Pretende que no tiene un cuerpo, ni testosterona: se nos aparece casi como un espíritu que puede impresionarse un poco. Sólo es carnal la mujer que se exhibe en la fotografía, nunca el medio que la difunde. Por eso mismo el diario prefiere mostrar la cantidad –miles- de fieles que se consagran a la Virgen, que informar cuántos visitantes tuvieron el video de la bebota, o las fotos de la botinera. A juzgar por el tono de las crónicas, los directivos del diario son uno más de los veinte mil fieles de toda la Argentina que se consagraron a la Virgen Inmaculada, nunca unos más de los mirones de los culos de la miss brasilera ni de las pechos de Sophie Howard. “Hipocresía” es una palabra demasiado pobre para estos casos. Después de todo, lo del diario es una expresión más de la moral colonial donde, como decía un historiador, fornicar no es tan pecado, como decir que fornicar no es tan pecado. Para el matutino no es tan virtuoso ser piadoso, como confesar que uno es piadoso. Mostrarse escéptico con las apariciones en el cerro, cuestionar sus mensajes, señalar el lado humano, demasiado humano, de lo que se pretende divino. En fin, adoptar el talante exactamente contrario al melifluo y solemne del diario respecto de lo que ocurre en el cerro. Eso será el gran pecado, muchísimo más grave, claro, que el de mirar en una pantalla los bellos pechos de Sophie.

lunes, 5 de diciembre de 2011

La casa natal de Federico

(Lo que sigue son las palabras que leí el sábado 3 de diciembre de 2011, en la inauguración de la “casa natal de Federico Gauffin”, en Villa San José, Metán)

Hace más de un siglo, tal vez en 1903, un muchacho de unos diecisiete años saltaba el alambre de la plaza que tenemos ahora enfrente, bordeaba esta vieja casa, daba un rodeo por los yuyarales que la habían invadido y entraba por una puerta lateral.
Acababa de perder su empleo en un viejo almacén de Metán, luego de que su patrón lo descubriera en un amorío con su hija.
De su padre, en la vieja casona familiar, sólo quedaba el dibujo de unos grotescos payasos con un cigarro en la boca, y unos cuentos que comenzaban allá lejos en Francia. De su madre, apenas el recuerdo del aroma de la sopa, y la voz tierna, casi incapaz de dar órdenes.
El chico estaba llegando a la conclusión de que no había cabida para él en Metán, de que no iba a poder encontrar otro empleo, debido a la mala relación que había tejido en el pueblo. Lo único que podía hacerse era irse, pero antes había buscado reparo en el recuerdo de unos padres, y de una familia ya ausentes.
Todo está narrado en el primer capítulo de “En Tierras de Magú Pelá”. Antes de salir de esta casa en la que estamos, el muchacho tropieza con un objeto. Era el caballo de madera de su infancia, donde había hecho miles de viajes imaginarios. Permanecía allí, “… con las patas rotas, sin crines ni cola, con los ojos huecos”. “¡Estaba muerto!”, dice sorprendido.

No sólo había perdido a su empleo y a su familia. No sólo no tenía ya la posibilidad de vivir en el pueblo: también había muerto su infancia. Esta casa fue en la novela “En Tierras de Magú Pelá” la casa en ruinas donde un chico de 17 años tuvo que hace ese duelo.
¿Quién era ese muchacho? ¿Federico Gauffin, el autor de la novela, o Carlos Gilbert, su protagonista? Tal vez los dos, porque uno es también lo que se imagina y lo que narra de sí mismo. La biografía de uno mismo está llena de ficciones acerca de sí mismo.

Pero esta casa no sólo fue la casa del duelo de la infancia de Gauffin o de Gilbert. Para un día de inauguración, la idea parece sombría. Hay otro costado, otra cara de la moneda.
Esta casa por eso mismo es también el kilómetro 0 de un viaje que iba a emprender al día siguiente, un viaje de aventura, de conocimiento, de acumulación de experiencias, tal como tan bien analiza Santiago Sylvester en la introducción de la última edición de la novela.
El capítulo siguiente se inicia con este muchacho comiendo charqui y zapallo asado. El hambre lo había llevado a lo de doña Cruz, alguna anciana vecina de Metán, que demás le dio una mula de su finado marido.
Desde ese pueblito de Metán se emprende entonces un viaje, una aventura: desde la primera jornada, el Chaco se le va revelando sin medida, tormentoso, brutal y también bello. No tiene esa región demasiadas consideraciones para quienes no saben de sus secretos, pero el muchacho sobrevive gracias a la amistad de un gaucho cuatrero, a quien salva de ser matado por la policía.
Todo lo que le sucede desde entonces a este joven está marcado por una violencia primitiva: el diluvio en el Palmar, el abrazo mortal del oso hormiguero al tigre, el mataco ciego que lo embiste con la fuerza de sus propios tormentos, las manifestaciones de amor de una mataca que lo voltea y le araña la cara, la matanza de una tribu de aborígenes por órdenes de un teniente despechado. Pero también esta región le revela una belleza ageste, como el de la laguna de Suri Pintao, o el espectáculo de una pesca aborigen sobre el Pilcomayo.
Gauffin lo va contando con la inocencia de quien lo ve todo por primera vez: describe los gauchos y al resto de los personajes tales como se les van apareciendo, sin pintarlos demasiado ideales, sin disculparlos, pero también sin condenarlos.

Veinte años se queda Gauffin a orillas del Pilcomayo. Allí además, además de casarse con Antonia Paz y tener hijos, de sobrevivir junto a los grupos aborígenes y los primeros criollos que migraron a esa región, lee con avidez cualquier recorte de revista, cualquier libro que llegaba a esos desiertos, o garabatea algunos versos.

Regresa a Salta, veinte años después, a tiempo para encontrarse con Juan Carlos Dávalos, y escribir sus novelas. Trabaja de periodista y dirige el diario Norte. Muere en 1937, en algún inmueble de la calle Balcarce, cerca de la estación de trenes.

Ninguno de sus nietos, pues, lo conoció personalmente. De allí que su memoria familiar se haya conservado sobre todo por los recuerdos de sus hijos transmitidos a sus propios hijos y, claro, por los propios libros de Federico y la referencias de mundo cultural.

Los gauffines son legión ahora, a las puertas de 2012, cuando se han cumplido 125 años de su nacimiento.

Y no falta el día en que uno de ellos, nieto, bisnieto, tatariento o chozno, tome un recorte de de diario y lo lea con la misma avidez que lo hacía Federico a orillas del Pilcomayo. O se interne en el Chaco para mirar los madrejones. O escriba un cuento, o un artículo en un diario. O cometa algunos versos. Formas de afrontar de cada uno sus propios duelos y de recorrer estos días tormentosos y bellos.

miércoles, 2 de noviembre de 2011

El bolsillo proscrito

Corren malos tiempos para el bolsillo. No porque la crisis económica los haya hecho enflaquecer. Todo lo contrario: Mitre, Rosas, Sarmiento y hasta Roca siguen mirando hacia no se sabe dónde desde papeles cada vez más gastados. Signo de que continúan su trajín diario de pantalón en pantalón.
¿Cuántos bolsillos argentinos, me pregunto en mis horas más filosóficas, conocen nuestros próceres, desde los de seda, a donde sólo se guarda lo justo para dejar la propina al garzón del hotel cinco estrellas, o de tela de guardapolvo, con miguitas y algunas pelusas, de las que el alumnito saca, ansioso, las cinco guitas que vale el sánguche de salame y queso?
El mal momento que está pasando el bolsillo comenzó cuando algún envidioso del triunfo electoral ajeno se las tomó con el de los más pobres. “Seguramente han votado con el bolsillo”, sentenció, imaginando que con tamaña afirmación ponía bajo irremediable sospecha los resultados electorales del 23 de octubre.
Como si eso hubiese sido una descalificación inaceptable, un agravio, enseguida salieron unos curas –lo contó Página 12 en su edición dominical- para negar rotundamente que los pobres hayan votado con el bolsillo, y en cambio afirmar que lo habían hecho con el corazón.
El bolsillo quedó en medio de la balacera post electoral y terminó perdiendo.
Perdió el poco respeto que le quedaba. Aún más, fue proscripto electoralmente: si continúa la tendencia, el día de las elecciones deberá limitarse a guardar el DNI, y estará conminado a no opinar, no decir lo suyo, so pena de que el voto de su dueño sea inmediatamente impugnado por interesado, vil, despreciable, abyecto.
Votar con el bolsillo será un crimen electoral mucho más grave que difundir una encuesta de boca de urna a las 17.59 del domingo, o entregar un voto a dos cuadras de una mesa.
Tal vez haya sido la intervención de aquellos curas lo que haya echado algo de luz sobre las razones de la mala prensa del bolsillo. Nada más la comparación con el corazón lo empieza a dejar en una posición desfavorable.
Desde hace siglos, la humanidad no se ha contentado con que el corazón bombee sangre. Como si esa no fuera una función que le exige dedicación 24 horas al día, le ha hecho también sede y guardián de los más elevados sentimientos humanos. Esto ha hecho muy conveniente que cualquier acción humana que quiera ponderarse se motive en el corazón.
Y tal tendencia ha sido simultánea con unas veces soterrada, otras manifiesta, denigración del bolsillo. Si el corazón se convertía en el símbolo de lo espiritual y generoso, el bolsillo se convirtió en la huella de lo interesado, egoísta y material.
Tampoco, es cierto, ayudó al bolsillo su ubicación en el pantalón masculino: casi en la entrepierna, muy cerca de lo que desde Adán se tapa y no se nombra, por impuro. Se entiende que aquellos curas lo hayan maltratado tanto.
Tanta mala prensa no parece fácil de remontar. Tal como están las cosas, parece más posible que los jóvenes de 16 años sean habilitados para votar, que se admita que el bolsillo opine libremente el día de las elecciones.
En realidad, no puede con su genio, lo hace siempre. Lo que parece que no está permitido es admitirlo. El bolsillo opina siempre y más de una vez decide el voto. Sólo falta reconocerle formalmente ese derecho. Reconocerle también su derecho a acertar. Y a equivocarse.

El bolsillo proscrito

Corren malos tiempos para el bolsillo. No porque la crisis económica los haya hecho enflaquecer. Todo lo contrario: Mitre, Rosas, Sarmiento y hasta Roca siguen mirando hacia no se sabe dónde desde papeles cada vez más gastados. Signo de que continúan su trajín diario de pantalón en pantalón.
¿Cuántos bolsillos argentinos, me pregunto en mis horas más filosóficas, conocen nuestros próceres, desde los de seda, a donde sólo se guarda lo justo para dejar la propina al garzón del hotel cinco estrellas, o de tela de guardapolvo, con miguitas y algunas pelusas, de las que el alumnito saca, ansioso, las cinco guitas que vale el sánguche de salame y queso?
El mal momento que está pasando el bolsillo comenzó cuando algún envidioso del triunfo electoral ajeno se las tomó con el de los más pobres. “Seguramente han votado con el bolsillo”, sentenció, imaginando que con tamaña afirmación ponía bajo irremediable sospecha los resultados electorales del 23 de octubre.
Como si eso hubiese sido una descalificación inaceptable, un agravio, enseguida salieron unos curas –lo contó Página 12 en su edición dominical- para negar rotundamente que los pobres hayan votado con el bolsillo, y en cambio afirmar que lo habían hecho con el corazón.
El bolsillo quedó en medio de la balacera post electoral y terminó perdiendo.
Perdió el poco respeto que le quedaba. Aún más, fue proscripto electoralmente: si continúa la tendencia, el día de las elecciones deberá limitarse a guardar el DNI, y estará conminado a no opinar, no decir lo suyo, so pena de que el voto de su dueño sea inmediatamente impugnado por interesado, vil, despreciable, abyecto.
Votar con el bolsillo será un crimen electoral mucho más grave que difundir una encuesta de boca de urna a las 17.59 del domingo, o entregar un voto a dos cuadras de una mesa.
Tal vez haya sido la intervención de aquellos curas lo que haya echado algo de luz sobre las razones de la mala prensa del bolsillo. Nada más la comparación con el corazón lo empieza a dejar en una posición desfavorable.
Desde hace siglos, la humanidad no se ha contentado con que el corazón bombee sangre. Como si esa no fuera una función que le exige dedicación 24 horas al día, le ha hecho también sede y guardián de los más elevados sentimientos humanos. Esto ha hecho muy conveniente que cualquier acción humana que quiera ponderarse se motive en el corazón.
Y tal tendencia ha sido simultánea con unas veces soterrada, otras manifiesta, denigración del bolsillo. Si el corazón se convertía en el símbolo de lo espiritual y generoso, el bolsillo se convirtió en la huella de lo interesado, egoísta y material.
Tampoco, es cierto, ayudó al bolsillo su ubicación en el pantalón masculino: casi en la entrepierna, muy cerca de lo que desde Adán se tapa y no se nombra, por impuro. Se entiende que aquellos curas lo hayan maltratado tanto.
Tanta mala prensa no parece fácil de remontar. Tal como están las cosas, parece más posible que los jóvenes de 16 años sean habilitados para votar, que se admita que el bolsillo opine libremente el día de las elecciones.
En realidad, no puede con su genio, lo hace siempre. Lo que parece que no está permitido es admitirlo. El bolsillo opina siempre y más de una vez decide el voto. Sólo falta reconocerle formalmente ese derecho. Reconocerle también su derecho a acertar. Y a equivocarse.

sábado, 1 de octubre de 2011

Tres Cristos en setiembre

No debería pasar sin reflexión la mudanza obligada, durante la novena del Milagro, del espectáculo de José Sacristán sobre la poesía de Antonio Machado.
Tal vez el apellido del actor estaba acorde con la época y el lugar donde quería recitar, pero no el contenido de los versos.
Las culpas, los yerros, el castigo, el terremoto, la aflicción, el duelo: todas esas experiencias conforman el requisito indispensable para el clima cada vez más penitencial de la novena de septiembre en torno a un Crucificado, cuyo dolor sólo se explica por las culpas de los fieles.
Machado, en cambio, escribe que en Andalucía, también para la primavera, el pueblo anda pidiendo escaleras para subir a la cruz. El pueblo, dice, quiere quitarle los clavos a Jesús el Nazareno. Quiere que no sufra más.
El poeta se resiste a cantarle a ese Jesús del madero. Y quiere cantarle al que anduvo en la mar. Unos versos que suenan discordantes en una Salta que, según aseguran quienes custodian su tradición, la devoción al Crucificado del Milagro es uno de los elementos que logran la mayor cohesión cultural de Salta.
¿Cómo Sacristán iba a recitar esos versos en unos días en que se exaltaba el acontecimiento que se pretende constitutivo para la cultura de los salteños, esto es, la intervención del Crucificado para calmar los temblores de la tierra? ¿Cómo, a metros no más del templo, alguien podía decir que no puede ni quiere cantar al Jesús del Madero, sino al que caminó sobre las olas del mar?
¿Y cómo lo iban a aplaudir?
Es posible que esas preguntas, y no los dictámenes de una vieja ordenanza, hayan determinado la decisión de hacerle mudar su espectáculo: en el centro mismo de la ciudad y en ese momento “fundacional” sólo hay lugar para la “cultura salteña”, no para la expresión creadora de un artista.
Pero las imágenes de Jesús parecen inacabables. Si es así, las versiones de la cultura salteña también lo serían.
Lo probaría un reciente hecho literario que enlaza con una vieja obra de arte, tan antigua tal vez como las imágenes del Milagro.
En su libro “La palabra y”, presentado durante los primeros días de septiembre en el Complejo de Bibliotecas de Salta, Santiago Sylvester le hace unos versos a un “Cristo pisando uvas” representado en un cuadro colgado a un costado de la Iglesia de La Viña.
Es un Cristo cuzqueño que no calma terremotos, ni anda sobre sobre las olas de la mar, sino que camina sobre uvas: hace vino patero. Es cierto, dice Sylvester en su poema, que las pinceladas de ese pintor desconocido mencionaron el drama y su liturgia, “pero la impresión es que ahí/ hay amor directo por la vida, gozo en el acto, además/ de la felicidad alegórica del vino”.
La tela cuzqueña le dejó la impresión de que ese obrero artesanal “no viene a recriminarnos: no esconde segundas intenciones/, ningún chantaje metafísico, /ninguna amenaza: la redención es supletoria: aquí/ manda la vida, no el final;/ no hay noticias de postrimerías”.
Este “Cristo pisando uvas” de la iglesia de La Viña permanece arriba de un confesionario, casi en penumbras. Quedó en los márgenes de la cultura salteña. Pero el asombro y el estremecimiento interior del poeta lograron, por un momento, sacarlo de un olvido que ya lleva siglos.

Tres Cristos en setiembre

No debería pasar sin reflexión la mudanza obligada, durante la novena del Milagro, del espectáculo de José Sacristán sobre la poesía de Antonio Machado.
Tal vez el apellido del actor estaba acorde con la época y el lugar donde quería recitar, pero no el contenido de los versos.
Las culpas, los yerros, el castigo, el terremoto, la aflicción, el duelo: todas esas experiencias conforman el requisito indispensable para el clima cada vez más penitencial de la novena de septiembre en torno a un Crucificado, cuyo dolor sólo se explica por las culpas de los fieles.
Machado, en cambio, escribe que en Andalucía, también para la primavera, el pueblo anda pidiendo escaleras para subir a la cruz. El pueblo, dice, quiere quitarle los clavos a Jesús el Nazareno. Quiere que no sufra más.
El poeta se resiste a cantarle a ese Jesús del madero. Y quiere cantarle al que anduvo en la mar. Unos versos que suenan discordantes en una Salta que, según aseguran quienes custodian su tradición, la devoción al Crucificado del Milagro es uno de los elementos que logran la mayor cohesión cultural de Salta.
¿Cómo Sacristán iba a recitar esos versos en unos días en que se exaltaba el acontecimiento que se pretende constitutivo para la cultura de los salteños, esto es, la intervención del Crucificado para calmar los temblores de la tierra? ¿Cómo, a metros no más del templo, alguien podía decir que no puede ni quiere cantar al Jesús del Madero, sino al que caminó sobre las olas del mar?
¿Y cómo lo iban a aplaudir?
Es posible que esas preguntas, y no los dictámenes de una vieja ordenanza, hayan determinado la decisión de hacerle mudar su espectáculo: en el centro mismo de la ciudad y en ese momento “fundacional” sólo hay lugar para la “cultura salteña”, no para la expresión creadora de un artista.
Pero las imágenes de Jesús parecen inacabables. Si es así, las versiones de la cultura salteña también lo serían.
Lo probaría un reciente hecho literario que enlaza con una vieja obra de arte, tan antigua tal vez como las imágenes del Milagro.
En su libro “La palabra y”, presentado durante los primeros días de septiembre en el Complejo de Bibliotecas de Salta, Santiago Sylvester le hace unos versos a un “Cristo pisando uvas” representado en un cuadro colgado a un costado de la Iglesia de La Viña.
Es un Cristo cuzqueño que no calma terremotos, ni anda sobre sobre las olas de la mar, sino que camina sobre uvas: hace vino patero. Es cierto, dice Sylvester en su poema, que las pinceladas de ese pintor desconocido mencionaron el drama y su liturgia, “pero la impresión es que ahí/ hay amor directo por la vida, gozo en el acto, además/ de la felicidad alegórica del vino”.
La tela cuzqueña le dejó la impresión de que ese obrero artesanal “no viene a recriminarnos: no esconde segundas intenciones/, ningún chantaje metafísico, /ninguna amenaza: la redención es supletoria: aquí/ manda la vida, no el final;/ no hay noticias de postrimerías”.
Este “Cristo pisando uvas” de la iglesia de La Viña permanece arriba de un confesionario, casi en penumbras. Quedó en los márgenes de la cultura salteña. Pero el asombro y el estremecimiento interior del poeta lograron, por un momento, sacarlo de un olvido que ya lleva siglos.

viernes, 23 de septiembre de 2011

El teatro de Eichelbaum, los trinos de Zelaya

Octubre del ‘34. En los diarios salteños aparecen con frecuencia los rictus de Hitler y Mussolini. Hablan de paz, pero preparan la guerra. Aquellos fantasmas quedan por unos pocos días conjurados. Acaba de desembarcar el Cardenal Pacelli en Buenos Aires para presidir el Congreso Eucarístico Internacional. Su sonrisa beatífica, su suave voz, conmueven multitudes en Palermo. El Congreso se convierte en un acontecimiento nacional, al que se pliega gustoso el presidente Justo.

Samuel Eichelbaum y César Tiempo aprovechan una invitación de escritores del interior para evitar aquellos fervores. Llegan a una ciudad donde la discusión principal pasa por las “primas”, un cuestionado subsidio a la industria vitivinícola. Los conservadores, que no poseen bodegas, se oponen. Los radicales, que sí, la apoyan.

El vino cafayateño encenderá otras pasiones en una extraña noche salteña.

Un grupo de intelectuales y bohemios ha formado la Asociación Cultural de Salta, para promover, supuestamente, la cultura. Sus integrantes aparecen en los diarios fomentando la visita de los ilustres escritores porteños.

En la Sociedad Sirio Libanesa se hace la primera conferencia, organizada también por la Asociación de Jóvenes Israelitas. Moisés Zevi interpreta melodías hebreas antes del turno de Tiempo, quien habla de “Chaplin a la vista”. “Carlitos puede ser el símbolo, la expresión animada de un poeta de nuestro tiempo. Frente a la áspera realidad, él exhibe su disfraz grotesco de “tramp” y arranca risas con su desventura”.

El Intransigente dice que el salón estaba lleno, aunque evita mencionar la ausencia de varios referentes de la Asociación.

Dos días después Eichelbaum utiliza su conferencia para afirmar que al teatro criollo se le ha ido el alma. Sus autores “han adquirido un respeto primario por las emociones populares, un respeto que han asimilado por picardía, y se han entregado a él como una noble doctrina”. La obra de arte, en cambio, “es cosa individual, privilegio del individuo, con gracia personal que no determina la existencia de un arte en un pueblo, sino en él”.

A la hora de los aplausos se miran algunos participantes. Hay sillas vacías que hablan con elocuencia . Es ya notorio que algunos miembros de la Asociación han expresado, con su falta, una posición clara respecto de Tiempo y Eichelbaum.

El domingo 14 Pacelli bendice a más de un millón de feligreses en Palermo en la clausura del Congreso, mientras en el hotel Roma de Salta se prepara la cena de homenaje y despedida a los visitantes. A la hora de los postres, Federico Gauffin lee un par de hojas, en tono de disculpa hacia los escritores.

“Magnífico es el espectáculo (de Salta y sus cerros), pero la impresión es pasajera y pronto se siente el cansancio que producen a los ojos y al espíritu las cosas que continuamente nos rodean y estrechan, siempre las mismas, casi chocantes, como manjar obligado que se come todos los días, por obligación y necesidad”, dice Gauffin, alejado de entusiasmos poéticos. No sólo se dirige a Tiempo y Eichelbaum, también a los que en la semana dejaron la sillas vacías y ahora empiezan a hacer la digestión en el Roma.

“Pasados los primeros momentos de entusiasmo y admiración, habréis sentido asfixia, opresión y cierto malestar indefinible y también ansias de escapar de esos muros que se interponen entre vosotros y la inmensidad; y entonces Salta os habrá parecido un montón de viviendas aplastadas en la oscuridad de un hoyo”.

En una de las mesas está el poeta Juan José Zelaya, crédito poético salteño, habituado a cantar loas a Salta y sus valles. El flaco Gauffin, que así le decían, le había dedicado uno de sus “sayos” en el Diario El Norte. “Oh egregio vate Zelaya,/ ante su genio me inclino;/ ruiseñor que se desmaya/ oyendo su propio trino.”

El autor de “Magú Pelá” sigue su discurso: “Digo esto porque os habrá causado extrañeza y desilusión comprobar que nuestro espíritu, al menos en la mayoría de los casos, está limitado y ceñido como el horizonte y que el pensamiento se encuentra encarcelado por los prejuicios, en la misma forma que el valle está amurallado por la selva y por los cerros”.

Pero los que toman luego la palabra cambian abruptamente de tema. En un súbito giro localista, se dedican a elogiar al vate Zelaya y a ignorar a los visitantes. El clima de la reunión se encrespa. Tiempo prefiere mirar para otro lado. Eichelbaum se fastidia e idea el primer acto de la tragicomedia. El mismo será el primer actor. La “obra” fue publicada al día siguiente por un cronista de Nueva Epoca, fray Ingenuo de seudónimo.

“Que recite, pues, sus versos el poeta Zelaya”, dijo el dramaturgo cortando los halagos de los locales. Pero el vate aduce estar convaleciente para evitar el desafío. Despechado, Eichelbaum se retira a su cuarto y manda llamar a Gauffin y a Hugo Romero. “No hay derecho que ese señor a quien nosotros deseamos proclamar “príncipe de la poesía de Salta”, nos desdeñe de esta manera. Es claro que a semejante desdén lo cotizaremos en el terreno del honor!”

El desafìo se hace público: Si Zelaya no recita sus versos, el dramaturgo exige una reparación por las armas.

Los padrinos de Zelaya y Eichelbaum acuerdan que el duelo sea a las tres, al costado del cementerio. Del “campo del honor”, uno de los dos pasaría a la covacha, dice la crónica. Pero cuando llegaron los médicos y estaban listas las espadas, el poeta local se inspiró repentinamente y recitó desde “El acto de despedir en la estación”, hasta “Mi casita”.

El final feliz, según fray Ingenuo, obedeció “al ambiente de pacificación eucarística con que nos ha obsequiado el Legado Papal, cardenal Pacelli”.

Dos días después de la partida de los visitantes, truenan las renuncias en la Asociación. La primera es de José Hernán Figueroa. “Sea por la intervención de prejuicios o suspicacias inexplicables, o sea por causas que escapan a mi conocimiento, esa Asociación no ha sabido prestigiar las conferencias de esos calificados representantes de las letras nacionales”. Idem Gauffin, Julio Figueroa Medina y Mario Balbarán Alvarado. Siguen firmas. El remate es de Alberto Ovejero Paz. Acusa a directivos de la Asociación de haber creado un gran vacío a Eichelbaum y Tiempo, por el hecho de ser “descendientes de hebreos”. “Una entidad cultural debe estar libre de todo prejuicio social y no ha de verse otra cosa que el pensamiento y el valor intelectual de las personas, sean ellas quienes fueren, sus religiones y sus condiciones políticas y sociales, si realmente se desea hacer obra cultural”.

Desautorizado, debe presentar su renuncia el presidente, David Saravia Castro. “Hay un choque de corrientes desarmónicas”, argumenta.

Tras la partida de los porteños, Gauffin desata en uno de sus sayos toda su ironía contra la autocomplacencia localista y sus escribas:

“Es Salta una maravilla,
nada en belleza la iguala;
los turistas cuando vienen
la encuentran extraordinaria
por sus cumbres, por sus valles
y por el vate Zelaya.
¿Hay algo más estupendo
que las lomitas peladas,
que las calles polvorientas
y las casas arruinadas?
Mirad las aguas corrientes
donde hay todo menos agua;
los tranvías que sólo sirven
para pasto de las llamas
y los perros que de flacos
ya más bien parecen almas.

lunes, 19 de septiembre de 2011

Nuevos funerales del periodismo

En octubre de 1996 y nada menos que ante la Sociedad Interamericana de Prensa (SIP), Gabriel García Márquez pronunciaba su discurso sobre “el mejor oficio del mundo”, que desde entonces es, o debería ser, de lectura obligatoria para cualquier periodista que se inicia o que quiera preciarse de tal.
El autor de “Cien años de soledad” evoca allí las viejas redacciones, los cafés y las parrandas de los viernes donde el periodista no sólo aprendía el oficio, sino también se apropiaba del mínimo bagaje cultural con que debe contar quien desee vivir de escribir noticias.
García Márquez estaba convencido que el periodismo es algo parecido a un arte, un arte realista que consiste en escribir de los hechos, tales como sucedieron. Un arte en el que la primera urgencia del cronista es la de no mentirse a sí mismo. Y la segunda, la de ser creativo, no para inventar la noticia, sino para tejer los datos que obtiene y no convertirse en un mero reproductor de lo que dicen sus fuentes.
Por entonces, García Márquez no había tomado nota de que la SIP era un agente de la CIA, pero sí les reprochó a sus miembros que hayan puesto cada vez más obstáculos para el desarrollo del periodismo que proponía. En las salas de redacción se instalan las últimas novedades tecnológicas, pero el cronista tiene cada vez menos tiempo para obtener datos y escribir su crónica, les dijo.
La grabadora se convirtió para el escritor en símbolo de esa deshumanización del periodismo. Con ella el propio periodista comienza a convertirse en un aparato que sólo guarda y reproduce lo que dice el gobernador o ministro de turno, o la gacetilla oficial, tarea que repite todos los días porque no desea, no quiere, no está capacitado, ni le pagan para otra cosa.
El discurso ante la SIP se había iniciado con el enojo del Nobel ante la postura de profesores de una universidad colombiana que habían mandado a decir que los periodistas no son artistas. Y su desazón por el cambio del nombre humilde que tuvo el oficio, por el de Ciencias de la Comunicación Social.
Tal vez García Márquez no haya advertido en ese momento la transformación que, tras el cambio de la palabra, se había iniciado y que tuvo cabal expresión en un reciente congreso de Comunicación Popular realizado en la Universidad Nacional de Salta realizado con abundante aparato oficial nacional y convocado bajo la definición previa de que comunicador popular puede ser la presidenta de la Nación o el cacique de una comunidad originaria en la medida que “defienda o proyecte un proyecto colectivo”.
El tono de la convocatoria armonizó bastante bien con el argumento que usó uno de los panelistas de la jornada inaugural para concluir que cualquier presunción de independencia es una mentira. “Si al fin y al caso todos tenemos ideas e intereses de los que dependemos”, dijo desde un lugar común que se repite en los ámbitos oficiales.
¿Qué queda del comunicador o periodista -o como quiera que se llame- si debe atenerse a “proyectar” un proyecto colectivo, y si cualquier idea propia que concibe es nada más que un signo de su dependencia?
Ambas ideas no pueden afirmarse sin el supuesto -que en general no llega a explicitarse-, de que la última explicación de lo que alguien dice o escribe está en una ideología, en una condición económica o en el sistema de creencias de la comunidad a la que pertenece, nunca en la mente, los deseos, la voluntad, o la experiencia de un individuo.
Así ya no puede hablarse de periodistas, sólo de voceros del Liberalismo, del Comunismo, de la Socialdemocracia, de la Comunidad Originaria, del Capitalismo o del Monopolio. Por eso, para esta corriente del pensamiento, no queda otra cosa que militar, y abandonar cualquier pretensión de autonomía personal. Quienes optan por este último camino son enseguida denunciados por Barone y sus socios como hipócritas, mentirosos, tilingos y lo que le venga en gana.
Habiendo tomado nota de que en los diarios los periodistas se habían empezado a transformar en meros grabadores-reproductores, García Márquez creó sus talleres de nuevo periodismo en Cartagena, con la colaboración de Tomás Eloy Martínez. Pretendía contribuir a un periodismo que se hiciera con los ojos, los nervios, las ideas, y los dedos en el teclado de unos tipos y tipas bien formados, no con el play de la última videograbadora.
En cambio, habiendo denunciado el poder mediático y constatado los intereses políticos y económicos de los medios, la expresión oficial de las ciencias argentinas de la Comunicación se apresura a celebrar los funerales de la figura del periodista, y con ellos, los de toda posibilidad de tener una visión propia, personal, de lo que ocurre.
Según esta corriente sólo cabe comunicar los “proyectos colectivos”, expresión que en boca de algunos de los panelistas que desembarcaron en Salta para la cátedra de inauguración pronto se convirtió en un eufemismo de “movimiento Nacional y Popular”, sino de franco cristinismo. ¿Cuántos pasos más tendrán que dar para terminar afirmando que un periodista-comunicador es en realidad, vocero de este gobierno nacional, a la manera de Télam, cuyos directivos participaron del Congreso?
Es posible, sin embargo, que el periodismo que velan los ideólogos nacionales de las Ciencias de la Comunicación goce de buena salud. Después de todo, en mundo donde son escasos los trabajos atractivos, no será tan fácil que desparezca el “mejor oficio del mundo”.

viernes, 12 de agosto de 2011

Agosto

Cada primero de agosto, la ciudad amanece con neblina. Desde ese humo que ha dejado el sahumerio matinal, miles de varones y mujeres salen a la mañana hacia sus trabajos, sus desdichas y sus fiestas.
Otros practican un rito tal vez más antiguo. Abren un pozo en la tierra y depositan, a manera de contrato, unas hojas de coca y unos granos de maíz, con la certeza de que su madre tierra no les hará faltar el alimento durante el año.
Pero para entonces, las campanas de una iglesia en la capital comienzan a recordar a los salteños que esa tierra también puede agrietarse y, en segundos, convertirlo todo en un infierno. Seguirán, por eso, cuarenta y cinco días de penitencia ante las imágenes que hace tres siglos recorrieron por primera vez las calles de un caserío colonial aterrorizado por los temblores.
Subido en andas también en agosto paseará un santo con espigas en la mano. Miles de pequeños cuentapropistas que no tienen asegurado la acreditación en el cajero a fin de mes, le demandarán trabajo y pan, a cambio de acompañarlo por las calles, una tarde bajo el tibio sol del invierno.
Agosto, parece, no se pasa sin un una invocación, un rito, una súplica.
Lejos y hace mucho tiempo, un poeta romano hizo otro intento, solitario y posiblemente inútil, de combatir su propia angustia y la de sus contemporáneos, ante la fragilidad del mundo y de la vida.
Convencido como Demócrito de que el mundo no es más que un gran río indiferente de átomos que confluyen y se separan, escribió para que sus contemporáneos no se desprecien a sí mismos por sus desgracias, ni se las atribuyan a dios alguno.
El propósito de sus versos no era ensalzar la belleza, sino sólo aplacar el miedo. Para lograrlo, proponía, los hombres debían darse cuenta que viven un minúsculo momento de ese río.
Por eso proponía otro tipo de piedad que la que practicaban sus compatriotas por entonces.
“No es piedad el dar vueltas a menudo, / tapada la cabeza ante una piedra, / ni el visitar los templos con frecuencia, / ni el andar en humildes postraciones, / ni el levantar las manos a los dioses, / ni el inundar sus aras con la sangre/ de animales, ni el cúmulo de votos; / que la piedad consiste en que miremos/ todos las cosas con tranquilos ojos…”.
Agosto es también el momento de ese río, en que unos promesantes suben por la calle Zuviría, cualquier sábado por la mañana, con estruendo de bombas y de música del altiplano bailada por tinkus y caporales. Lucrecio no pudo registrar ese rito presidido por una madre que, como la Pachamama, asegura todos los bienes.
Después los peregrinos almorzarán un picante o un lechón, y se levantarán de la mesa como quienes, al decir del poeta romano, se retiran de la vida hacia un puerto seguro, “ahítos… y con ánimo tranquilo”.

domingo, 26 de junio de 2011

Periodismo militar

¿Qué se espera del sargento de un pelotón militar? Que tenga en claro el panorama del campo de batalla y sepa señalar dónde está el enemigo. Que pueda establecer de dónde vienen los tiros.
Pero, sobre todo, que mantenga en alto el ánimo de la tropa. Que a fuerza de gritos le ahorre cualquier duda. Y, de mínima, que evite su fuga a las filas enemigas.
¡Aaaatención! ¿Quién no se ha estremecido también de chico con ese grito que logra que los soldados se pongan en filas y en posición de firmes?
“Atención, porque si eso no está cristalino uno podría quedarse deprimido del lado equivocado”. Eduardo Aliverti concluye así su columna del lunes 20 en Página 12. Se dirige al militante que no las tiene del todo clara, y por tanto tiene el riesgo de quedarse deprimido en el bando contrario. Vocifera al que le flaquean las rodillas, al que se puede dejar confundir. De allí el cristalino titulo de la columna: No confundirse. Que más que título es una orden y una advertencia.
De un primer vistazo, sus mostachones y su voz gruesa ya le asemejan a un suboficial de algún comando militar. Pero el hombre hace sus esfuerzos para que el lector no se quede con esa impresión de primera vista
Así, Aliverti no tiene empacho en titular una columna “Sin novedad en el frente”, como lo hizo el 30 de mayo pasado, como si, en su fantasía, estuviera dando un reporte a sus altos mandos. Dijo, sin decirlo, que le estaba escribiendo a “a mi capitán”. Habrá que adivinar quién.
Después de un detallado informe de los actores del frente, la imaginación verde oliva del columnista lo lleva a otear y describir “algún paisaje neblinoso en la cotización del dólar”, como si el hombre se viese en alguna trinchera del Atlántico Sur, observando los movimientos del imperialismo.
El 6 de junio, el sargento reporta al comienzo de su columna que “están tirando a lo pavote, que es lo único que les queda”, quizá para darle alivio al pelotón a su cargo. Pero no quiere sembrar demasiada confianza y advierte que “de todas maneras, y así sea que esta tenida va registrando algunos tiros por el lado de la justicia, no deben dejarse flancos”.
A tal punto el columnista sólo ve armas y balazos, que para defender a Hebe de Bonafini, advierte. que “hay formas y formas de apuntarle”. Como si aprobara alguna forma de encañonarla.
Humano al fin, a veces parece exultar cuando constata que el bando enemigo es la misma nada o no quiere ganar. Y en otras parece algo pesimista frente a la balacera, como cuando antes de que la presidenta anuncie su candidatura, admite. “El gobierno quedó a la defensiva… Y de momento, el anuncio presidencial sobre la candidatura a la reelección parece ser lo único capaz de poner freno a la andanada mediática”.
Valiente, audaz, decidido, digno de una medalla en el pecho, algunos días antes no había tenido miedo de señalar claramente al “enemigo”, los “comandos mediáticos”, desde donde, de todos modos, advierte que están “tirando las últimas balas para horadar al gobierno”.
Machazo como aquel general alcoholizado que desafiaba al principito, Aliverti se refiere con desprecio “a los gurkas”, ¡Y la incluye a Lilita Carrió en la lista!
Y a su tropa imaginaria no deja de recordarle que cualquier camino diferente que al que señala en sus columnas, es pasarse al bando contrario. Hacerle el juego a la derecha. El columnista de Página 12 es un especialista marcar la cancha.
Aliverti se sabe integrante de un cuadro, pero no en la primera acepción del diccionario de la RAE, sino en la 16: aplicada al Ejército, dícese de un conjunto de mandos. Pero su misión en este caso no es específicamente combatir a un enemigo. Su rol es el de mantener el ánimo, la identidad, las certezas y lealtad de la propia tropas .Sobre todo extirparle las dudas. ¿Qué general argentino decía que la duda es la jactancia de los intelectuales?
Por eso Aliverti no hace columnas de opinión, sino instructivos.
También 6,7,8, ofrece desde la televisión estatal este servicio “anti-dudas”, pero en registro “intelectual-irónico”.
El apoyo que Vargas Llosa había dado a Ollanta Humala en Perú, y su renuncia al diario El Comercio por la manipulación informativa que había hecho a favor de Keiko Fujimori, podía generar algún interrogante sobre la verdad ya establecida de que el premio Nobel no es más que un gorila al servicio de las corpo y de los gobierno antipopulares.
Así que 6,7,8 tuvo que salir a cumplir su misión con un arma que maneja muy bien, el argumento ad hominem. En realidad, aclararon sus panelistas en su análisis más profundo del caso, Vargas Llosa sólo actuó por despecho, porque Fujimori lo había vencido en anteriores presidenciales. Con lo que los panelistas de 6,7,8, sin ruborizarse, se pusieron del lado de Fujimori, de Keiko y de su padre.
Nada de dudas ni de interrogantes, ese fuego sagrado del periodismo, según decía Eloy Martínez. El periodismo militar los aborrece. Por eso el sargento no descansa hasta comunicar una mística que, como se sabe, bloquea los caminos de las preguntas y las perplejidades. Mística que, otra palabra tan cara a su vocabulario militar, también moviliza.
“Si se mira bien, escribe Aliverti en una de sus columnas, sólo ocurrió y ocurre que si la oposición no existe hay que crearla de alguna manera u operar en ese sentido. No porque sin oposición no se pueda gobernar. De hecho, no la hay y se gobierna sin mayores sobresaltos. Es que sin oposición no se puede contrastar, y sin contraste no hay mística. Y sin mística no hay gobierno que valga la pena”.
Que la presidenta apunte. Sin la mística militar de Aliverti, su eventual segundo mandato no valdrá la pena.

lunes, 6 de junio de 2011

¿A partir de cuándo libertad?

¿A partir de cuándo libertad?
Por Andrés Gauffin
Un boletín de Telam rebotado en alguno de los tantos sitios de información, cita las siguientes frases de un discurso de la presidenta Cristina Fernández en México. “Ambas, libertad e igualdad son complementarias e imprescindibles”. Y enseguida: “Para qué queremos libertad sin vivienda, salud o trabajo”.
¿Quién va a estar en desacuerdo con la primera de las frases? Pero la segunda, que se extrae como una conclusión deja mucha tela para cortar.
Es muy posible que no lo haya dicho así la presidenta, o que en su discurso haya dado matices que quedaron fuera del boletín. Que haya puesto contrapesos.
Pero por más oficial que sea, no está garantizado que una agencia como Telam comunique objetivamente lo que dice la presidenta. Porque es posible que sus funcionarios se arroguen cierto poder de policía sobre sus discursos. O al menos cierta prerrogativa de corregirlos, de embellecerlos, o de hacerlos más adecuados a la ideología del redactor o de su jefe. Para eso se hace periodismo militante en la agencia oficial.
¿De qué sirve la libertad si no se tiene salud, educación…? La pregunta hace acordar mucho a la famosa de Anatole France. “Todos los pobres tienen la libertad de morirse de hambre bajo los puentes de París”, citada no hace mucho por Eduardo Aliverti en Página 12.
Y claro que es punzante la frase, que conmueve. Que vaya un ricachón francés y le diga a un pobre que tiene la libertad de morirse de hambre bajo un puente del Sena.
Bien hasta aquí. Pero la pregunta tiene su reverso y hay que ser honestos, porque la libertad parece que no sirve para nadie. Entonces a ver quien le dice a los argentinos. “Miren, hasta que todos tengan una casa, su libertad no les sirve de nada. Y hasta que todos hayan terminado sus estudios. Y hasta que no haya una salita bien equipada en todos los barrios. Así que, hasta que eso ocurra, no gasten su tiempo en pensar por sí mismos, o tener sus propias preferencias políticas”. Etcétera.
Y ya que estamos en plan de darles consejos a los españoles, le digamos a los indignados de la Puerta de Sol que hasta que no tengan su propio piso, no se molesten por ejercer sus libertades. ¡Pero si justamente porque la usura de los bancos les ha dejado en la calle se han tomado la libertad de manifestarse públicamente, sin pedirle permiso a ningún señor que pretenda dictaminar a partir de cuándo sirve, y cuando no, la libertad!
“¿De qué sirve la libertad si no hay educación, vivienda? La frase tiene su efecto encantador. Pero por un lado sugiere que sólo los ricos son libres y que los pobres harían bien en dejar para más adelante cualquier anhelo de libertad, hasta que un gobierno le construya una casa, le asegura un trabajo, le de educación. Y, por otro, parece identificar la libertad con un valor un poco etéreo que “hay” en la Argentina en virtud de unas leyes o de un gobierno que no practica la censura previa o no impide manifestaciones.
En cambio, la frase así citada por Telam muestra una mínima o nula valoración por el ejercicio de la libertad. No la utópica libertad de hacer lo que uno quiera, sino la concreta de querer, de desear, de pensar, de decir, pedir, hacer asociarse, en los huecos que dejan los determinismos de cada uno y lejos del poder de quien propala esa pregunta.
Una cosa es la deshonestidad de pensar que una persona es libre sólo porque una Constitución lo dice, sin pararse a mirar los condicionamientos económicos, políticos, históricos y culturales. Y otra es caer en la soberbia paternalista de sentenciar que, hasta que entren alguna vez en el reino de la igualdad, a los argentinos la libertad no les sirve de nada.

lunes, 16 de mayo de 2011

Cazuela de llama

Cazuela de llama, una receta imperdible para un domingo de otoño invierno. Para cinco personas: Primero, viaje a la feria Alto Comedero. Donde se hace mercado, comprar un kilo y medio. Al regreso, directo al frízer. El domingo siguiente cerciorarse que en el celu no hay un mensaje de invitación a almorzar. Si así es (no invitó nadie), desfrizar, retirar la grasa y trozar. Dorarla junto con unas láminas de tocino y ajo. Retirar y saltar cebolla y pimientos. Luego juntar todo en la olla y agregar dos o tres tomates trozados, más por lo menos un vaso de vino tinto. Si ya llegó la invitación al celu, apagar la hornalla después que esté bien cocinada la carne. Y la guarda para el domingo que viene. Si no, agregar laurel, pimentón, finas hierbas. No nos olvidemos de la sal. Dos puerros en juliana pueden añadirle sabor. Y qué tal un poco de Mozart, para acompañar los aromas con buena música. Nocheros abstenerse. Para el último, la zanahoria igualmente cortada en juliana, más la arvejas. Se acompaña bien con papas doradas. Exquisito, mucho más si uno ha conseguido sacarse de encima los nubarrones de la preocupación y hay buena onda en la mesa. Después puede escribir la receta en el facebook, pensando en los que no invitaron el domingo.

martes, 3 de mayo de 2011

Aproximaciones para una filsofía del sueño o ¡que vivan las sábanas!

“Los que saben tomarse reposo hacen más que quienes toman ciudades e imperios” (Montaigne)

De todo el fárrago de noticias de la semana pasada, una me colmó de preguntas e inquietudes.
Una mujer fue detenida después de que una Auditoría se dio cuenta que compraba en cantidad pastillas que se suelen usar para dormir, usando el “cupo” que tenían otros afiliados.
Según la noticia difundida por varios sitios, la mujer después vendía las pastillas en la cárcel. Pero fueron los “damnificados” quienes sacaron a la luz la irregularidad, supongo yo que cuando se dieron cuenta de que no podían comprar su tableta porque su cupo ya estaba completo.
El sábado por la noche, whisky en mano, comencé a ver la película inglesa “Un año más”: una mujer mayor le pedía a una médica alguna pastilla para dormir. “Quiero dormir, quiero dormir...”, le repetía, desesperada.
Poco después me dormí.
Cuando desperté el domingo –no recuerdo cómo remonté las escaleras, me puse el pijama y abrí las sábanas- pensé qué gran cosa es dormir y qué poco prestigio tiene. Si uno se atreve a confesar que duerme al menos ocho horas diarias lo miran como una especie de delincuente.
En este mundo en el que es debido trabajar 10 o 12 horas por jornada, preocuparse por el futuro y torturar su conciencia con responsabilidades, dormir bien todos los días suena a falta. Ya no se puede echarse un buen sueño sin despertarse con un poquito de culpa.
Pero esa mañana de domingo, por esos azares que justifican un día- y ya no con whisky sino con mate en la mano- abrí justo en la página 943 de los Ensayos, donde el francés dice como al pasar la frase con que comienza esta nota, o post, o artículo, o lo que sea.
Es cierto. Dormir a pierna suelta, serruchar a destajo, apoyar la cabeza en la almohada y casi literalmente morirse hasta que suena el despertador o hasta que la luz nos despierta, debe ser una de las cosas más grandes que uno hace en la vida.
Y más placenteras. Porque no sólo es un placer en sí mismo. El que duerme como un lirón, se me ocurre, ha pasado un buen día. Ha sabido vivir su día.
Claro que me objetarán que hay algunos chantas a los que bien les valdría un insomnio, o al menos una pesadilla. Tipos a los que no les importa nada ni nadie y podrían dormirse -la baba refalándose por la comisura de los labios- en medio de un tsunami.
Pero es que esos tipos ya no viven o viven en un sueño eterno, que es lo mismo que decir que están más muertos que vivos. Y lo bueno, lo grande, es dormir porque se ha vivido.
Ahora me pongo a pensar en los internos de la cárcel que no pueden dormir: se me ocurre que así la pena es aún mayor, puesto que tienen que ver los barrotes no sólo 16, sino 24 horas al día.
Pienso también en los salteños –miles- que si no han tomado la pastilla, no pueden pegar el ojo. Me digo: la calidad de vida en una sociedad está muy emparentada con la capacidad de sus integrantes para dormirse, naturalmente. Pero nunca he visto una estadística con ese indicador.
Se me ocurre también que hay una relación inversa entre pastilla y filosofía: a mayor consumo de tabletas, menor capacidad de vivir. De vivir y de dormir bien. Mientras menos sabiduría se adquiere para vivir –y dormir bien-, más industrias y mercaderes, y hasta sistemas de “salud” dedicados al sueño artificial.
Voy a proponer a los funcionarios del Instituto que junto con las pastillas, le propongan a sus afiliados algo de la filosofía hedonista de Montaigne.
A este punto, puede ser que la nota le haya provocado algo de sueño. ¡Aproveche!

martes, 26 de abril de 2011

La memoria de la vid, el olvido del vino

“Vino, enséñame el arte de ver mi propia historia/ como si ésta ya fuera ceniza en la memoria”. El “Soneto del Vino” de Borges, es una de las últimas poesías que se le brinda, en un mural, a quien recorre el Museo de la Vid y el Vino, inaugurado hace poco en Cafayate.
Hasta llegar allí, el visitante ha recorrido un trayecto en el que se busca, sobre todo, exaltar el vino que producen las bodegas del Valle Calchaquí. Y exaltar Cafayate como producto turístico.
Nada más entrar, uno puede sorprenderse por los recursos tecnológicos que se utilizan para mostrar las noches estrelladas del Valle, un amanecer sobre la ciudad, o una acequia. En algún momento tiene la sensación de que está sobre un arroyo de agua. Pero en realidad está pisando un acrílico sobre el que se proyecta una correntada, mientras algún home theater (¿así se escribe?) lo envuelve en el arrullo del agua.
El que de vez en cuando sabe tomarse un vino cafayateño reconoce algunas de las informaciones que ya ha leído en la etiqueta de la botella: la amplitud térmica que gozan las vides más altas de la tierra, las características arenosas y pedregosas de sus suelos, el predominio del sol. Pero esas verdades aquí están bellamente ilustradas en “dioramas” (¿no sabe lo que es un diorama?, yo tampoco), exhibidores y maquetas tan bien iluminadas por Baglietto o ambientadas con “La arenosa”.
Reconoce también el estilo poético con el que toda bodega se refiere a sus vinos. Y no sólo por los usos de las poesías de Castilla, o de Jaime Dávalos, sino por el constante tono lírico con el que se presentan todas las informaciones en el recorrido. Para saber cuáles son las etapas del cultivo de las viñas hay que leer una especie de poesía de alabanza, en la que no se ahorran adjetivos. En algún momento se tiene la sensación de que ese tono se hace empalagoso en boca, como un vino dulce, edulcorado.
En ese tono habla un hombrecito fantasma que se le aparece de vez en cuando al visitante en unos cubículos (no se me ocurre otra palabra) y que concluye sus presentaciones con una especie de glorificación de Cafayate. Para entonces el museo ya se convierte una exhibición de orgullo y de autoelogio provincial, más acorde con un folleto de promoción turística o con el marketing de un vino, que de un museo.
Si los museos debieran seguir siendo lo que, hasta aquí, yo pensaba que eran los museos.
Es muy posible que uno se haya quedado con esa idea vieja de los museos donde se muestran algunos objetos antiguos con un cartelito que dice qué es y en qué fecha fue usado. Pero aquí las barricas, o las botellas de vino de hace unos años, o algún otro objeto que no puedo nombrar porque no había un cartelito que diga cómo se llama, parecen flotar en la luz algo huérfanos y extraños a la perorata del hombrecito que parece empeñado en sacarnos muecas de admiración, y en henchirnos de orgullo, si somos salteños.
Tal vez, pienso ahora, el Museo de la Vid y el Vino es nada más que una consecuencia natural de la gestión simultánea de Turismo y Cultura. Porque el turista tiene la posibilidad de “vivir” un amanecer sobre Cafayate en menos de lo que canta un gallo, o de contemplar su cielo nocturno. Se comprende. En los dos o tres días que puede quedarse, el visitante no tiene ánimos para levantarse a la seis para contemplar el amanecer, mucho más si se ha acostado con algunos tintos encima.
Otra cosa hacía Castilla, por ejemplo, capaz de quedarse horas mirando nada más que las hojas de una tipa en el Parque San Martín. Después creaba “Los árboles”, o “Las Viñas”. La cultura salteña tiene más que ver con esa creación, creo, que con la promoción de la autosatisfacción y orgullo provinciano que promueve el hombrecito del museo.
El autor de “El gozante” cultivaba ese asombro del que Goethe decía –al menos así lo leí en algún sitio- que era lo más elevado a lo que podía aspirar el hombre. Sea lo más elevado o no, debe llevar cierto tiempo aprender a asombrarse mirando un árbol, un arroyo, o una vid.
Un asombro exprés, en cambio, es el que intenta el museo, y tal vez porque muestra no tanto Cafayate, como una promoción de Cafayate, destinada a la venta: la venta de los vinos de sus bodegas, y de los paquetes turísticos. Tal vez sea un acierto en ese orden. ¿pero porque llamarlo “museo”?
Por lo demás, no puedo dejar de advertir que el versículo de Borges que cierra el recorrido no se lleva muy bien con el resto de la instalación. Mientras aquí se intenta resaltar una memoria y una historia a bases de luces y de efectos especiales, el poeta le pide al vino que le enseñe el arte de ver su propia historia como si ya fuera ceniza en la memoria.
Y es cierto. Entre las propiedades del vino cabe rescatar su capacidad para generar cierta forma saludable de olvido. Funes, ese personaje del cuento de Borges que se acordaba todo y que por eso prácticamente no vivía, seguramente no cultivaba el arte del vino, se me ocurre.
Aquí en Salta, de un tiempo a esta parte, parece obligatorio vivir, orgullosamente, de cierto relato de la Historia, de los héroes, de la tradición. Cuando eso pesa demasiado, un poquito de vino (con moderación por supuesto), no viene mal. Tanto pasado, tanto peso, puede en ocasiones impedir vivir, ser, solamente estar. Ese soneto puesto al final del recorrido, me parece uno de los mayores aciertos de quienes diseñaron el museo.
Por lo demás, creo que se puede amar Cafayate simplemente mirando el saludo alegre de las hojas de un viejo álamo. Y perdonen tanto adjetivo, pero es que tampoco soy poeta.