lunes, 5 de diciembre de 2011

La casa natal de Federico

(Lo que sigue son las palabras que leí el sábado 3 de diciembre de 2011, en la inauguración de la “casa natal de Federico Gauffin”, en Villa San José, Metán)

Hace más de un siglo, tal vez en 1903, un muchacho de unos diecisiete años saltaba el alambre de la plaza que tenemos ahora enfrente, bordeaba esta vieja casa, daba un rodeo por los yuyarales que la habían invadido y entraba por una puerta lateral.
Acababa de perder su empleo en un viejo almacén de Metán, luego de que su patrón lo descubriera en un amorío con su hija.
De su padre, en la vieja casona familiar, sólo quedaba el dibujo de unos grotescos payasos con un cigarro en la boca, y unos cuentos que comenzaban allá lejos en Francia. De su madre, apenas el recuerdo del aroma de la sopa, y la voz tierna, casi incapaz de dar órdenes.
El chico estaba llegando a la conclusión de que no había cabida para él en Metán, de que no iba a poder encontrar otro empleo, debido a la mala relación que había tejido en el pueblo. Lo único que podía hacerse era irse, pero antes había buscado reparo en el recuerdo de unos padres, y de una familia ya ausentes.
Todo está narrado en el primer capítulo de “En Tierras de Magú Pelá”. Antes de salir de esta casa en la que estamos, el muchacho tropieza con un objeto. Era el caballo de madera de su infancia, donde había hecho miles de viajes imaginarios. Permanecía allí, “… con las patas rotas, sin crines ni cola, con los ojos huecos”. “¡Estaba muerto!”, dice sorprendido.

No sólo había perdido a su empleo y a su familia. No sólo no tenía ya la posibilidad de vivir en el pueblo: también había muerto su infancia. Esta casa fue en la novela “En Tierras de Magú Pelá” la casa en ruinas donde un chico de 17 años tuvo que hace ese duelo.
¿Quién era ese muchacho? ¿Federico Gauffin, el autor de la novela, o Carlos Gilbert, su protagonista? Tal vez los dos, porque uno es también lo que se imagina y lo que narra de sí mismo. La biografía de uno mismo está llena de ficciones acerca de sí mismo.

Pero esta casa no sólo fue la casa del duelo de la infancia de Gauffin o de Gilbert. Para un día de inauguración, la idea parece sombría. Hay otro costado, otra cara de la moneda.
Esta casa por eso mismo es también el kilómetro 0 de un viaje que iba a emprender al día siguiente, un viaje de aventura, de conocimiento, de acumulación de experiencias, tal como tan bien analiza Santiago Sylvester en la introducción de la última edición de la novela.
El capítulo siguiente se inicia con este muchacho comiendo charqui y zapallo asado. El hambre lo había llevado a lo de doña Cruz, alguna anciana vecina de Metán, que demás le dio una mula de su finado marido.
Desde ese pueblito de Metán se emprende entonces un viaje, una aventura: desde la primera jornada, el Chaco se le va revelando sin medida, tormentoso, brutal y también bello. No tiene esa región demasiadas consideraciones para quienes no saben de sus secretos, pero el muchacho sobrevive gracias a la amistad de un gaucho cuatrero, a quien salva de ser matado por la policía.
Todo lo que le sucede desde entonces a este joven está marcado por una violencia primitiva: el diluvio en el Palmar, el abrazo mortal del oso hormiguero al tigre, el mataco ciego que lo embiste con la fuerza de sus propios tormentos, las manifestaciones de amor de una mataca que lo voltea y le araña la cara, la matanza de una tribu de aborígenes por órdenes de un teniente despechado. Pero también esta región le revela una belleza ageste, como el de la laguna de Suri Pintao, o el espectáculo de una pesca aborigen sobre el Pilcomayo.
Gauffin lo va contando con la inocencia de quien lo ve todo por primera vez: describe los gauchos y al resto de los personajes tales como se les van apareciendo, sin pintarlos demasiado ideales, sin disculparlos, pero también sin condenarlos.

Veinte años se queda Gauffin a orillas del Pilcomayo. Allí además, además de casarse con Antonia Paz y tener hijos, de sobrevivir junto a los grupos aborígenes y los primeros criollos que migraron a esa región, lee con avidez cualquier recorte de revista, cualquier libro que llegaba a esos desiertos, o garabatea algunos versos.

Regresa a Salta, veinte años después, a tiempo para encontrarse con Juan Carlos Dávalos, y escribir sus novelas. Trabaja de periodista y dirige el diario Norte. Muere en 1937, en algún inmueble de la calle Balcarce, cerca de la estación de trenes.

Ninguno de sus nietos, pues, lo conoció personalmente. De allí que su memoria familiar se haya conservado sobre todo por los recuerdos de sus hijos transmitidos a sus propios hijos y, claro, por los propios libros de Federico y la referencias de mundo cultural.

Los gauffines son legión ahora, a las puertas de 2012, cuando se han cumplido 125 años de su nacimiento.

Y no falta el día en que uno de ellos, nieto, bisnieto, tatariento o chozno, tome un recorte de de diario y lo lea con la misma avidez que lo hacía Federico a orillas del Pilcomayo. O se interne en el Chaco para mirar los madrejones. O escriba un cuento, o un artículo en un diario. O cometa algunos versos. Formas de afrontar de cada uno sus propios duelos y de recorrer estos días tormentosos y bellos.

1 comentario:

  1. Bendita herencia genética y cultural del abuelo Federico! que origina estas miles distintas "formas de afrontar nuestros duelos y recorrer estos días..." y sanar distancias.

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