lunes, 19 de diciembre de 2011

Las apariciones en el cerro y los pechos de Sophie

Suelo quedar profundamente conmovido cuando leo las crónicas de El Tribuno sobre las devociones en el cerro. Y no es que me transformen en un creyente de las apariciones, sino en un admirador de la piedad y la unción de quienes dirigen el matutino. “Se consagraron a la Virgen miles de fieles de todo el país”, titulaba en una edición reciente. “El altar de la Inmaculada Madre estaba impregnado de aroma de rosas”, dice la crónica, embriagadora. “María Livia irradia el cielo y la luz de Dios porque la Virgen la formó”, ponía para encabezar la entrevista al sacerdote especialista en apariciones. Las páginas del diario levitan, de tanta devoción. Pero si tiene que hablar de la mujer, el matutino no se anda con medias tintas: bastaba –después de leer las crónicas de las devociones del 9 de diciembre- con “bajar” en la misma pantalla de inicio. Uno se enteraba entonces que “La bebota de GH levantó la apuesta y ahora hizo un topless”. La bajada aclaraba que la mujer “se sacó la parte de arriba de su malla y exhibió sus voluptuosos pechos, dedicando este acto a todos sus fans”. Victoria Irouleguy se aparecía en video sin túnicas casi como vino al mundo. Casi. También el devoto matutino nos mostraba la cola más bonita de Brasil, “el trasero más impresionante del país”. Y para quienes no habían logrado conmoverse, la página de inicio exhibía los pechos más hermosos del mundo, los de la botinera inglesa Sophie Howard. “Posee las curvas más admiradas por los jugadores de todo el mundo que militan en los principales equipos de ese país”. En tiempos de crisis de la comunicación, El Tribuno encontró su nicho: con un par de cliks dentro de su sitio se puede pasar de la pasión de la carne, a la más pura devoción. Del vicio a la virtud. Del pecado, al perdón de la culpa. Y viceversas. Pero no es que el matutino tenga una doble identidad, una espiritual y otra carnal. Porque ellas muestran sus tetas y sus culos, pero el cronista nunca se calienta, a lo más queda admirado. Pretende que no tiene un cuerpo, ni testosterona: se nos aparece casi como un espíritu que puede impresionarse un poco. Sólo es carnal la mujer que se exhibe en la fotografía, nunca el medio que la difunde. Por eso mismo el diario prefiere mostrar la cantidad –miles- de fieles que se consagran a la Virgen, que informar cuántos visitantes tuvieron el video de la bebota, o las fotos de la botinera. A juzgar por el tono de las crónicas, los directivos del diario son uno más de los veinte mil fieles de toda la Argentina que se consagraron a la Virgen Inmaculada, nunca unos más de los mirones de los culos de la miss brasilera ni de las pechos de Sophie Howard. “Hipocresía” es una palabra demasiado pobre para estos casos. Después de todo, lo del diario es una expresión más de la moral colonial donde, como decía un historiador, fornicar no es tan pecado, como decir que fornicar no es tan pecado. Para el matutino no es tan virtuoso ser piadoso, como confesar que uno es piadoso. Mostrarse escéptico con las apariciones en el cerro, cuestionar sus mensajes, señalar el lado humano, demasiado humano, de lo que se pretende divino. En fin, adoptar el talante exactamente contrario al melifluo y solemne del diario respecto de lo que ocurre en el cerro. Eso será el gran pecado, muchísimo más grave, claro, que el de mirar en una pantalla los bellos pechos de Sophie.

lunes, 5 de diciembre de 2011

La casa natal de Federico

(Lo que sigue son las palabras que leí el sábado 3 de diciembre de 2011, en la inauguración de la “casa natal de Federico Gauffin”, en Villa San José, Metán)

Hace más de un siglo, tal vez en 1903, un muchacho de unos diecisiete años saltaba el alambre de la plaza que tenemos ahora enfrente, bordeaba esta vieja casa, daba un rodeo por los yuyarales que la habían invadido y entraba por una puerta lateral.
Acababa de perder su empleo en un viejo almacén de Metán, luego de que su patrón lo descubriera en un amorío con su hija.
De su padre, en la vieja casona familiar, sólo quedaba el dibujo de unos grotescos payasos con un cigarro en la boca, y unos cuentos que comenzaban allá lejos en Francia. De su madre, apenas el recuerdo del aroma de la sopa, y la voz tierna, casi incapaz de dar órdenes.
El chico estaba llegando a la conclusión de que no había cabida para él en Metán, de que no iba a poder encontrar otro empleo, debido a la mala relación que había tejido en el pueblo. Lo único que podía hacerse era irse, pero antes había buscado reparo en el recuerdo de unos padres, y de una familia ya ausentes.
Todo está narrado en el primer capítulo de “En Tierras de Magú Pelá”. Antes de salir de esta casa en la que estamos, el muchacho tropieza con un objeto. Era el caballo de madera de su infancia, donde había hecho miles de viajes imaginarios. Permanecía allí, “… con las patas rotas, sin crines ni cola, con los ojos huecos”. “¡Estaba muerto!”, dice sorprendido.

No sólo había perdido a su empleo y a su familia. No sólo no tenía ya la posibilidad de vivir en el pueblo: también había muerto su infancia. Esta casa fue en la novela “En Tierras de Magú Pelá” la casa en ruinas donde un chico de 17 años tuvo que hace ese duelo.
¿Quién era ese muchacho? ¿Federico Gauffin, el autor de la novela, o Carlos Gilbert, su protagonista? Tal vez los dos, porque uno es también lo que se imagina y lo que narra de sí mismo. La biografía de uno mismo está llena de ficciones acerca de sí mismo.

Pero esta casa no sólo fue la casa del duelo de la infancia de Gauffin o de Gilbert. Para un día de inauguración, la idea parece sombría. Hay otro costado, otra cara de la moneda.
Esta casa por eso mismo es también el kilómetro 0 de un viaje que iba a emprender al día siguiente, un viaje de aventura, de conocimiento, de acumulación de experiencias, tal como tan bien analiza Santiago Sylvester en la introducción de la última edición de la novela.
El capítulo siguiente se inicia con este muchacho comiendo charqui y zapallo asado. El hambre lo había llevado a lo de doña Cruz, alguna anciana vecina de Metán, que demás le dio una mula de su finado marido.
Desde ese pueblito de Metán se emprende entonces un viaje, una aventura: desde la primera jornada, el Chaco se le va revelando sin medida, tormentoso, brutal y también bello. No tiene esa región demasiadas consideraciones para quienes no saben de sus secretos, pero el muchacho sobrevive gracias a la amistad de un gaucho cuatrero, a quien salva de ser matado por la policía.
Todo lo que le sucede desde entonces a este joven está marcado por una violencia primitiva: el diluvio en el Palmar, el abrazo mortal del oso hormiguero al tigre, el mataco ciego que lo embiste con la fuerza de sus propios tormentos, las manifestaciones de amor de una mataca que lo voltea y le araña la cara, la matanza de una tribu de aborígenes por órdenes de un teniente despechado. Pero también esta región le revela una belleza ageste, como el de la laguna de Suri Pintao, o el espectáculo de una pesca aborigen sobre el Pilcomayo.
Gauffin lo va contando con la inocencia de quien lo ve todo por primera vez: describe los gauchos y al resto de los personajes tales como se les van apareciendo, sin pintarlos demasiado ideales, sin disculparlos, pero también sin condenarlos.

Veinte años se queda Gauffin a orillas del Pilcomayo. Allí además, además de casarse con Antonia Paz y tener hijos, de sobrevivir junto a los grupos aborígenes y los primeros criollos que migraron a esa región, lee con avidez cualquier recorte de revista, cualquier libro que llegaba a esos desiertos, o garabatea algunos versos.

Regresa a Salta, veinte años después, a tiempo para encontrarse con Juan Carlos Dávalos, y escribir sus novelas. Trabaja de periodista y dirige el diario Norte. Muere en 1937, en algún inmueble de la calle Balcarce, cerca de la estación de trenes.

Ninguno de sus nietos, pues, lo conoció personalmente. De allí que su memoria familiar se haya conservado sobre todo por los recuerdos de sus hijos transmitidos a sus propios hijos y, claro, por los propios libros de Federico y la referencias de mundo cultural.

Los gauffines son legión ahora, a las puertas de 2012, cuando se han cumplido 125 años de su nacimiento.

Y no falta el día en que uno de ellos, nieto, bisnieto, tatariento o chozno, tome un recorte de de diario y lo lea con la misma avidez que lo hacía Federico a orillas del Pilcomayo. O se interne en el Chaco para mirar los madrejones. O escriba un cuento, o un artículo en un diario. O cometa algunos versos. Formas de afrontar de cada uno sus propios duelos y de recorrer estos días tormentosos y bellos.