sábado, 6 de junio de 2009

Día del periodista

¡Hagamos la libertad de expresión en público! (y el amor en privado).
Tal podría ser una convocatoria para la celebración el día del periodista en Salta, donde la mayoría de sus habitantes tienen sus propias ideas y sus valoraciones, pero raramente quieren -o pueden- exponerla allí donde muchos la escuchen.
Porque un entramado de relaciones pueblerinas no deja de desalentar la exposición en plaza pública de lo que cada uno piensa. Aquí nos conocemos todos y vaya a saber qué pariente o que conocido se me puede enojar si digo a voz en cuello mis verdades.
Y ni qué decir el funcionario provincial, condenado –mientras dure el decreto que lo designó- no sólo a decir nada, sino a pensar nada: callar y obedecer es la orden silenciosa que, como en cascada, desciende desde el vértice de las jerarquías.
A lo que se agrega un sutil e intricado sistemas de lealtades: la supervivencia impone no pocas veces el cuidado de ese valor tan tradicional de los salteños, grabado a fuego en el escudo y sobre el que los candidatos machacan cada campaña, a falta de discursos más decorosos.
A tono, el arbitrario y discrecional sistema de publicidad oficial parece pensado para que medios y periodistas calibren la exposición de sus opiniones por el grado de disgusto –o peor, de satisfacción-, que puede causar en quien reparte el queso, que en estos ambientes se llama pauta. Así, la virtud de la lealtad se expande a golpes de chequera, o de transferencias electrónicas al cajero de cada cual.
Por otro lado, ¿hasta qué punto el tan cacareado orgullo salteño y ese prejuicio, tan atractivo como atávico, de que todos somos una familia, tienen como correlato el desaliento del ejercicio de la libertad de expresión, en especial cuando alguien se atreve a criticar “lo nuestro”?
Es bien distinta la sociedad que postula quien se atreve a llevar sus ideas desde la seguridad del estrecho círculo de sus parientes o amigos que ya lo ha aceptado como es, o desde su pequeña tribu en el que siempre encontrará la confirmación de sus dogmas, hasta la plaza pública e incierta.
Alguno habrá –es cierto- que lo haga sólo para jactarse de sus opiniones, y otros sólo cuando están seguros que sus frasecitas sacadas de algún libro de moda no le reportarán riesgos. O sólo cuando calcule que repetirlas le reportará algún beneficio.
Pero otros lo harán incuso afrontando riesgos. A la mujer o al hombre que no dimite de exponer sus opiniones, aunque cuando el clima le sea adverso, incluso cuando peligre la acreditación de fin de mes en el cajero: a esos hay que rendirles homenajes. No a los que alaban la libertad de expresión, sino a los que se atreven a ejercerla a la vista y oído de todos.
Mucho mejor si están convencidos que sus verdades sólo son significativas si las dialogan, si las exponen a consideración de aquellos con quienes comparte suerte, condición o destino humano, aunque no los conozca. Estarán construyendo así una sociedad razonable, que también suele llamarse democrática.
Razonable, ha dicho un filósofo cuyo nombre olvidé, no es precisamente alguien que se mueve por la razón: es quien sabe que sus opiniones son falibles y que por tanto, las da a probar a los otros.
Para ello hace falta que las ideas salgan de la comodidad de las cuatro paredes en las que solemos encerrarlas. No hay hombres ni mujeres libres si sólo cuchichean por lo bajo sus ideas, sus valores y sus proyectos.
Por eso, no se hace la libertad de expresión en el mismo ambiente que el amor. Pero si se acierta a cultivarla, su práctica puede resultar tan creativa y humanizadora como el lenguaje que pueden decirse, en la intimidad, dos cuerpos que se aman.

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