jueves, 12 de marzo de 2009

Perfil número dos

Nací en Salta, Argentina, el 15 de diciembre de 1960, hijo de la almeriense Regina Pérez y del salteño Alejandro Gauffin.
Mi abuelo materno, Vicente, tuvo el ambiguo mérito de haber sido encarcelado por las dos Españas; en 1949 emigró a la Argentina, tras el brillo de una Parker con que lo deslumbró un tío suyo de visita. De mi abuelo paterno, Federico, -hijo de un sueco y una criolla- se han dicho muchas cosas en mi provincia, yo prefiero rescatar una: supo escaparse aún adolescente del seminario e internarse –hace más de un siglo- en un bosque chaqueño aún hoy desconocido por los salteños.
Creo que de mi padre –fallecido en 1967 en un accidente de tránsito- he aprendido a entusiasmarme con el rojo y azul de San Lorenzo de Almagro. Había sido su afición por los libros lo que le llevó a conocer a Regina, vendedora en la entonces recién estrenada galería Continental. Ambos tuvieron ocho hijos (se casaron antes, claro!). Todavía disputo el sexto puesto con una melliza a quien supe primerear en el parto, pero que sostiene la inverificable teoría de haber sido primero concebida.
De niño estudié en las más egregias escuelas locales: primero La Merced y luego el San Pablo y, por si fuera poco, entre medio el Bachillerato Humanista Moderno, del que desde 1995 salen los gobernadores de Salta. Yo sólo duré en sus aulas un año y un mes: no me dio ni para mantenerme, en 2008, tres meses como director de Bibliotecas y Archivos.
Cuando en 1974 cursaba mi primer año de secundaria en el colegio San Alfonso, mi madre se vio ante la disyuntiva de permanecer en una Argentina que ya se desangraba en el caos, tras la muerte del general o de volver a España donde la agonía de generalísimo multiplicaba incertidumbres. Eligió lo segundo.
A Madrid llegamos una calurosa tarde de agosto en la que una madrileña hospitalaria tuvo la gentileza de refrescarnos con una horchata en el Retiro. Algunos meses después moría Franco y tía Virtudes lloraba de emoción cuando veía, en la televisión blanco y negro, a Juan Carlos I pronunciar se primer discurso como rey de España. El locutor aún repetía la última, imposible y estúpida expresión testamentaria del dictador: “Todo está atado y bien atado”.
Contra su voluntad –y la de tía Virtudes- las bragas comenzaron a aflojarse. Fui –justo en mi adolescencia- testigo del mítico destape español que me permitió mirar un par de culos en las tapas de algunas revistas.
Pero en la portada del ABC, también vi la imagen del helicóptero que se llevaba a Isabelita de la Casa Rosada, y, en una revista de Cambio 16 me impactaron los ojitos de Videla, ilustrando una columna que hablaba de gente que desaparecía en la Argentina, aunque los telediarios españoles aun reproducían los partes que les llegaban de Buenos Aires sobre los “enfrentamientos con los subversivos”.
Fracasado el proyecto con el que mi madre hubiera querido quedarse en Madrid, -vender con Virtudes trajes infantiles de torero a turistas- comenzamos a regresar a Salta, uno tras uno. Antes me di el lujo de ser el último suplente de un equipo juvenil de volley del Real Madrid. Con los cinco duros que me pagaban por cada entrenamiento podía comprarme un bocadillo y un refresco. Con un carné, además, entraba gratis al Bernabeu. Todavía me asombra la repentina caradurez de aquel tímido adolescente para pedir que lo prueben. Su mejor perfomance hasta entonces había sido quedar eliminado en primera ronda en los campeonatos Evita de Río Tercero de 1974, con el equipo cadete del San Alfonso.
Regresé con 16 años a mi ciudad natal, ingresé al Colegio Nacional y luego volví a los scouts que había frecuentado en mi infancia, con quienes compartí un par de aficiones: la de acampar y subir algún cerro de vez en cuando y la de filtrear los fines de semana con las guías, una especie de rama femenina.
Pero en aquellos días se fue afianzando en algún lugar de mi conciencia un creciente sentido de misión, de destino que debía cumplir. Pienso ahora que entonces la vida se me representó, muy fuertemente, como un mandato que debía obedecer, nunca –como diría Proust- como un vaso repleto de perfumes (jamás he leído a Proust, pero me parece que leí la cita en un señalador de libro). Manolo, un simpático cura redentorista, se me antojó un mensajero divino que me lo confirmaba, cuando me invitó a entrar al seminario.
Fueron años raros en Córdoba y Buenos Aires, aquellos de los que uno no puede nunca terminar de seleccionar qué arrinconar en el olvido y qué guardar en la memoria.
Guardo algunos afectos. Conservo también el hábito del mate amargo, el recuerdo de haberme emocionado con la lectura de la Biblia en las mañanas cordobesas y el de haberme angustiado con la miseria en el conurbano bonaerense.
Leí en 1979 a Ratzinger (“Introducción al cristianismo”) cuando pintaba para teólogo moderno y aún no escandalizaba, de púrpura y armiño, a musulmanes y judíos. Luego siguieron la Biblia y el calefón: Santo Tomas, Jon Sobrino, Leonardo Boff, textos de Aguer, -el actual obispo de La Plata-, Larrañaga… Hubiera sido imposible digerirlo todo alguna vez, creo que fue acertada la decisión de tirar (¿o regalar?) las fichas que con prolijidad de seminarista hacía de cada libro que leía.
No ser feliz no era, para mi confesor, siquiera un pecado venial, así que pude intentar vivir, sin trabas de conciencia y nada menos que durante nueve años, de acuerdo a esos designios misteriosos reservados para mi. Recién en 1988 volví a Salta, desesperado de tal intento, pero con un título de Bachiller en Teología y un mate grabado que lo acreditaba, y que ya he perdido.
Todavía se me da por lamentarme, inútilmente, de no haber tenido la intrepidez de dejar más temprano aquellos muros del destino, como lo había hecho antes mi abuelo. Darse cuenta a los 27 años que no aún se sabe qué hacer con uno mismo no es un descubrimiento placentero. Creo que como el común de los mortales en su momento de debilidad, hubiera querido que algún enviado divino me señalase una nueva misión, pero felizmente –esto lo digo ahora- esa aparición no se produjo.
Veinte años después concluyo que no era fácil buscar un camino propio en una Salta donde abundaban y siguen abundando las apariciones y los designios. Sin embargo, un día recobré la caradurez –uno se vuelve caradura cuando tiene que sobrevivir- con la que me había ido tan bien en Madrid y decidí golpear las puertas de la redacción de un matutino local. Me recibió un hombre calvo y de ojos pequeños, envuelto en un intenso olor a cuartillas de papel y que hablaba con el trasfondo del tecleo de viejas máquinas Remington. Aquello no era El País de Madrid, ciertamente, pero al fin de cuentas era una oportunidad laboral para mi.
“¿Gauffin?”, me preguntó, dándome pie para capitalizar mi portación de apellido. “Si, nieto de Federico”, le respondí con cierta culpa por aprovecharme de un abuelo que no había conocido y apenas leído. Ahora me doy cuenta que eso era menos que un pecado venial en Salta, donde aún hay gente que saca beneficio de llevar el mismo nombre y apellido de próceres muertos hace doscientos años.
No me salieron tan mal los primeros textos de prueba que mi jefe corregía con fibras rojas. Recuerdo muy bien el día que vi en la página central mi primera crónica. Me habían enviado a una conferencia acompañando a un viejo y desganado periodista. Cuando a la tarde llegaron a la mesa de redacción los textos de mi tutor y el mío, el editor no advirtió que se trataba del mismo hecho y publicó uno debajo del otro.
Sentí satisfacción de que alguien hubiera leído mi noticia, aunque se tratase sólo de la abuela del ignoto funcionario que había dado la conferencia. Hoy pienso que entonces sentí también, muy confusamente, que ese texto se hubiera podido escribir no sólo de dos sino de muchas maneras. Y que, aunque debía responder a unas pautas periodísticas de uso, no tenían un destino prefijado: eran mis dedos sobre el teclado los que se la habían dado.
Mi curriculum dice que me desempeñé como subjefe de noticias locales durante casi una década, la del 90. Escribí algunos pocos textos cuyos mejores elogios –la vanidad no es un pecado capital, a Dios gracias- vinieron de colegas que apreciaba y aún aprecio. Y tecleé muchísimos otros que no merecerían otro destino que los límpidas, silenciosos y sepulcrales galpones de Plumada –la empresa privada que hoy monopoliza archivos públicos y creo también de El Tribuno-, a no ser para saber qué cosas les interesaba publicar entonces a los dueños del matutino.
Trabajar en la redacción de un diario puede ser una aventura cotidiana cuando a las nueve de la mañana, mientras algunos mortales están leyendo lo que escribiste ayer, ya tenés en frente la hoja en blanco y te preguntás qué puta nota podés escribir ahora mismo para mañana. Así lo fue para mí durante algunos años.
Pero oficiar de periodista también puede convertirse en una rutina y de las peores. Me di cuenta que lo estaba viviendo cuando apenas llegué a la redacción un sábado a la tarde para editar los cables, un compañero me suplicó, expresando también mi deseo más profundo: “Por favor, cerremos temprano y vámonos”.
Sentí entonces que tenía que irme lo antes posible. No ayudaba, por supuesto, esa prédica anodina que debía escuchar cada tanto de los ayudantes de campo, mandados por sus directores: “Hay que ponerse la camiseta”. ¿Cómo interpretar esas arengas cuando ya entonces el dueño del diario y el gobernador eran uno solo?
La oportunidad se me presentó cuando, de nuevo, un cura redentorista me ofreció un trabajo administrativo en el colegio de mi adolescencia. Acepté, pero antes me convencí de que el cura no era un enviado divino, ni el trabajo un nuevo destino sagrado.
Hasta aquí lo que quiero contar. Como podría decir Groucho Marx, esta es mi historia pero si no les gusta, tengo otras (je, tampoco leí a Groucho).
Antes de cerrar o mejor dicho para rematar he de decir que desde hace casi 20 años comparto con Gabriela, nacida en Rosario de Santa Fe, mi vida y tres hijos: en orden de aparición, Candelaria, Diego y Lucas. Y que si bien cultivamos el gusto por las empanadas recién horneadas -en lo posible en el comedor de Santiago y con algo de picante- también sentimos un común cosquilleo cuando Fito canta “se proyecta la vida, mariposa techincolor” o cuando Baglietto, con inocultable tonada rosarina, dice: “Todavía me emocionan ciertas voces, todavía creo en mirar a los ojos...”

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