jueves, 7 de mayo de 2009

Demócratas

Los afiches que vemos en las calles de Salta avisan que se acercan unas elecciones. Muestran , en general, viejos rostros que vuelven a proponerse para un cargo; o rostros nuevos portadores de apellidos repetidos como un eco en cada campaña.
Con otros que suelen ocupar magistraturas, secretarías, gerencias y bancas, tienen una vieja y prioritaria relación que nunca llega a blanquearse del todo: son, entre sí, hijos, sobrinos, esposos, cuñados, amigos, compañeros del equipo de fútbol, socios, amantes, cómplices.
Les gusta en público adjudicarse el adjetivo “democrático” pero cuidan de practicar entre sí todo tipo de relaciones pre políticas: comparten beneficios de una empresa, intercambian influencias, se canjean cargos como si fueran figuritas, comparten los subsidios, telefonean y tratan de “che” a idénticos jueces, o se disputan las primeras filas en las mismas procesiones.
De vez en cuando alguno de ellos tiene un rapto de sinceridad y dice que se presenta para “defender lo nuestro”, esto es, para defender los beneficios de esa clase política que cada dos años -o cuando hay que llenar un sillón del edificio judicial-, sabe cómo conservarse y reproducirse.
Si la democracia pudo transformar las sociedades fue sólo cuando se dieron cuenta de que no tenían porqué estar divididas en dos clases inamovibles: la clase de los que mandan y la clase de los que obedecen. Que el afilador de cuchillos que pasa silbando por la calle podría muy bien presentarse a diputado, aunque no tuviera apellido ni vínculos pero sí alguna idea y una pizca de honestidad. Y que aquel conde o doctor acostumbrado a mandar muy bien podría obedecer alguna vez, si la mayoría lo determinase.
Sin embargo, cada campaña electoral salteña, se presenta para dar al traste con ese principio democrático. Y las caras y los apellidos de verdad nuevos, aquellos candidatos que en vez de hacer prevalecer sus vínculos, proponen unp royecto, terminan condenados a poner su afiche en los pasajes menos transitados y acomodar su boleta al borde del banco, donde el cuarto se vuelve más oscuro.
No es raro tampoco, que los legisladores y ejecutivos de esa clase predominante, por enésima vez ungida en cada comicio, se convenzan de que también están predestinados a dirigir al pueblo hacia su destino, como acaba de decir el gobernador de turno al comprarse con Güemes.
Ignoran así el hecho de que la democracia se ha inventado justamente para terminar con aquellos que tienen la pretensión de conducir a los hombres hacia algún final sagrado. Que, por el contrario, el ideal democrático es que cada uno pueda decidir –sin tutores políticos- qué rumbo darle a su vida, sin que ello signifique ignorar a los otros, ni ser excluido por ellos.
No quieren saber que quienes anhelan vivir en democracia desean que sus semejantes puedan convertirse en socios en igualdad de condiciones en el desafío cotidiano de elegir y de arriesgarse. Y que esto es mucho más digno y más humano que pertenecer a esas familias que se constituyen y se preservan sólo para conservar su seguridad y sus privilegios.

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